Hay una palabra que se repite en Belo Horizonte: respeto. Es un pedido generalizado, un reclamo social, una enseñanza, un concepto que se martilla en la ciudadanía. Respeto por los ciclistas, como está escrito en las ventanillas de los taxis. Respeto por la senda peatonal. Respeto por los carriles en avenidas y autopistas. Respeto por los ancianos y por las embarazadas, como se recuerda en el interior de los ómnibus. Respeto por el medio ambiente. Respeto por la autoridad, sin una pizca de autoritarismo. Respeto, a fin de cuentas, por el prójimo, el método ideal para ser respetado.

No hay señales que se refieran al cuidado de los animales, tal vez porque no hagan tanta falta: en 12 días de estadía en el centro de Belo Horizonte y barrios aledaños no se vio ni un perro callejero. Tampoco carros de tracción a sangre, y esto se hace extensivo a la zona contigua a los grandes vaciaderos de residuos. El respeto por los animales está demostrado en la realidad de la calle.

Lejos de aprovecharse de los extranjeros, o de quienes no conocen la ciudad, a los taxistas no se les ocurre llevar de paseo al pasajero para robarle un par de reales. Al contrario, explican qué camino toman y por qué lo hacen. Al recibir una propina se desarman en agradecimientos. Eso es respeto, básicamente, por su propio trabajo. En las zonas controladas por radar se ajustan minuciosamente a las reglas. ¿Más rápido? “Perdón, no puedo”, sintetizan.

Belo Horizonte no es el paraíso. Hay tantos problemas como en cualquier urbe moderna. Tampoco son todos angelitos. Ya se vio que las manifestaciones de protesta son tan violentas como en el resto del mundo. La diferencia está marcada por la calidad de la convivencia, que se traduce en calidad de vida. Será por el verde que se multiplica en plazas y parques y eso templa los espíritus. Será por el hecho de aprender a respetar. Eso siempre nos hace un poco mejores.