Vale recordar esta historia, por el escenario y por todo lo que significa. Brasil y Uruguay definían el Mundial de 1950 y a los locales les alcanzaba el empate para ser campeones. Fue el único torneo que no tuvo final, porque se jugó una ronda definitoria por puntos. La cuestión es que cuando Friaca puso en ventaja a los anfitriones explotó el país. No había forma de perder el título. Brasil había arrollado a todos sus rivales y Obdulio Varela sintió que se venía la noche.

Había que calmar a los 200.000 (sí, leyó bien) torcedores que aullaban de felicidad. El gran Obdulio se puso la pelota bajo el brazo y encaró al árbitro inglés. “Fue off-side”, le dijo. Empezaron a hablar. Un minuto. Dos minutos. Obdulio caminó con extrema lentitud y colocó la pelota en el medio. El estadio estaba mudo. Así se gestó el Maracanazo.

Obdulio Varela es el arquetipo del caudillo futbolero. El volante central que grita, ordena, reparte retos y alabanzas, se mezcla entre los centrales para defender y corta a los costados. Cuando hay que atacar, apela al ancestral tam tam de los tambores para lanzar a sus compañeros. Es el que discute con el árbitro y con los rivales. Por él pasa la temperatura del partido. Cuando hay que congelar, congela. Cuando hay que desatar el infierno, compra el carbón y hace el fuego. Todo eso es Javier Mascherano para la Selección.

“Un ‘cinco’ no puede ser lindo”, razonaba el mítico DT uruguayo “Pulpa” Etchamendi. Será por eso que Mascherano ingresa a la cancha con la barba de varios días. Es una de sus marcas de fábrica. Por más que en Barcelona juegue de defensor, la patria de Mascherano es la república del círculo central. Desde allí manda, quita y distribuye. En ese terreno es feliz.

El 5-3-2 que ensayó Sabella durante el primer tiempo contra Bosnia fue una incomodidad para el “jefecito”. Cuando los laterales se sumaban a la mitad de la cancha se producía un embotellamiento con Maxi Rodríguez, Pablo Zabaleta, Marcos Rojo y Ángel Di María. Y como a Lionel Messi no le llegaba la pelota, también se entreveraba por ahí. El 4-3-3 fue el cantar de los cantares, porque la presencia de Fernando Gago y la apertura de los espacios le permitieron a Mascherano concentrarse en lo que más sabe. El doble cinco que le gusta a la gente.

El primer caudillo de Argentina en los Mundiales se llamaba Luis Monti. Jugaba en San Lorenzo y capitaneaba al equipo que fue subcampeón en Uruguay 1930. Era un fajador nato, capaz de cargarse a los 11 adversarios a pura corajeada. Los italianos le echaron el ojo y se lo llevaron para su selección, con la que Monti fue campeón mundial en 1934. Eran otros tiempos. En 1958 el cinco argentino fue “Pipo” Rossi, a quien le asignaron buena parte del humillante fracaso (derrota 1-6 a manos de Checoslovaquia). Rossi llegó a ese Mundial, disputado en Suecia, entrado en años y en kilos. Alemanes y checos, veloces y atléticos, lo pasaban como a un poste.

Antonio Rattín fue el emblema en 1962 y en 1966. En Chile lo mandaron a hacerle marca hombre a hombre a Bobby Charlton y se las vio en figurillas. En Inglaterra se plantó en la media cancha y terminó expulsado -escándalo mediante- durante el partido de cuartos final con los locales. Rattín estrujó la banderita británica del banderín del córner y después se sentó en la alfombra reservada a la reina. Le gritaban ¡animal! En Alemania 1974 le tocó a Roberto Telch, cuyo desempeño fue tan deslucido como el de aquella formación que conducía Vladislao Cap.

Nuestro primer “cinco” campeón del mundo fue Américo Gallego, un fogonero incansable para jugar y poner la pierna fuerte. Durante el partido Argentina-Perú, cuando la Selección necesitaba cuatro goles para clasificarse a la final, Gallego le preguntaba a Passarella: “¿cómo vamos?” “Vos callate y seguí”, fue la respuesta. Y siguió. El puesto lo heredó Sergio Batista en México y también dio la vuelta olímpica. Pelota al pie y cabeza levantada, siempre bien ubicado, seguro en el pase, “Checho” suplía la falta de dinámica con inteligencia.

En Estados Unidos 1994 apareció Fernando Redondo, un exquisito de pantalones cortos, un príncipe en un deporte de plebeyos. Contra Nigeria jugó un partido extraordinario y pintaba para figura del campeonato. El doping de Maradona desmoronó a aquel equipo y Redondo se consumió en esa inmolación colectiva. Después llegó la polémica por el pelo largo y Redondo rechazó la convocatoria de Passarella, ya DT de la celeste y blanca en Francia 1998. Entonces a la mitad de la cancha la ocupó Matías Almeyda, exponente de la vieja escuela del quite y el sacrificio. Almeyda se mantuvo allí con el arribo de Marcelo Bielsa y formó parte de la olvidable aventura asiática de 2002.

Este es el tercer Mundial de Mascherano, Dos veces le tocó hacer las valijas en cuartos de final, las dos veces contra Alemania. Por supuesto que fueron historias netamente diferentes. En 2006 fue por penales, al cabo de un partido ganable y nada menos que en la casa del anfitrión. En 2010, en Sudáfrica, naufragó en la tormenta del 4 a 0. Se abrazó con Maradona y miró al cielo, pidiendo revancha. Una más, seguramente la última. Aquí está.

El estrellato y la capitanía son de Messi, aunque el ascendiente de Mascherano en el vestuario es incuestionable. ¿Doble comando? Mejor es hablar de un tándem aceitado con Messi, tal como funciona en Cataluña, aunque allá la voz cantante la lleva Xavi. Hábil para declarar, distribuidor de miradas y de silencios elocuentes, Mascherano razona con fundamento. Siempre conviene escucharlo. “Hasta ahora la mayoría de los equipos no estuvieron al máximo de su nivel”, apuntó, bajándoles los decibeles a las críticas recibidas tras el 2-1 sobre Bosnia,

Como todo referente, es casi imposible que Mascherano deje la cancha antes del pitazo final. Además sabe cuidarse, no es un expulsado serial. Eso sí: durante los primeros 15 minutos de cada partido se encarga de ponerle los puntos al habilidoso de turno. Una trabada, una pierna extendida, un hombrazo. El repertorio es amplio, aunque en un Mundial, cuando las amarillas son letales, conviene extremar las precauciones. Experiencia para no tensar la cuerda a Mascherano le sobra.