Si un periodista no tiene sueños que se dedique a otra cosa. Es una búsqueda interminable de la gran entrevista, de la crónica perfecta, de encontrarse en el lugar indicado en “ese” momento. En el caso de fútbol, hay templos con los que se sueña toda la vida. Conocerlos es otra cosa. Pisar el césped de Wembley. Disfrutar sinfonías en el Camp Nou o en el Bernabeu. Asistir a un clásico Milán-Inter en San Siro. Y siempre, siempre, habrá un gran salón en el universo onírico dedicado al Maracaná.

De pronto, la tarde de un domingo cálido y diáfano, tan propio de la belleza de Río de Janeiro, el sueño se cristaliza. El asiento C del sector 70 dice La Gaceta.

Hay un monitor para ver el partido a 30 centímetros, conexión directa para que la señal de Internet vuele, wifi, una zapatilla para ensartar todos los enchufes del mundo, una garota de Ipanema que reparte información y una lamparita por si la vista falla. Todo perfecto.

Pero la mirada se enfoca en el césped. El niño que amaba escribir y terminó enrolado en el periodismo sabía que por ahí había transitado Pelé. Que Uruguay había acallado a un país en el lejano 1950. Que todos los grandes lo habían pisado con mucho más que respeto; con unción. Entonces se instaló el sueño. Vivir, finalmente, un partido en el Maracaná.

La primera vez de Maradona fue con la camiseta de Boca; la de Messi, con la albiceleste. La del periodista, con la credencial de LA GACETA y con un fenómeno incomparable como marco, porque no estuvo solo. Decenas de miles de argentinos hicieron del debut mundialista una ceremonia inolvidable. Con Rodolfo González, compañero de banco circunstancial, enviado del porteño Diario Popular, se cruzó la pregunta: ¿alguna vez vimos algo parecido? No. Será porque había un sueño de por medio.