Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don en tus dones espléndido, luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo.
“Todos los discípulos estaban juntos...” (1ª lectura). En esta atmósfera de oración y reflexión por los acontecimientos pascuales vividos hasta el Día de la Ascensión, irrumpe la fuerza de lo alto que el Señor había prometido. El espíritu de verdad que procede del Padre, el consolador, el alma de la Iglesia, su secreto y su fuerza en medio de tantas rebeliones a bordo y de tantas tormentas como la barca de Pedro ha tenido que soportar a lo largo de su historia.
Fue el Espíritu Santo quien dio comienzo a esa colosal empresa evangelizadora y santificadora que es la Iglesia, y es también quien con su aliento divino continúa esta tarea hasta que, cuando se cumpla la última hora de la historia, de nuevo Cristo vuelva. Es con este mismo aliento divino -que recuerda el gesto de Dios al crear al hombre (Cfr Gn 2,7)- como debemos seguir navegando. Es realmente llamativo el contraste entre la postración en que Jesús encuentra a sus discípulos: puertas cerradas, miedo, ocultación (3ª lect.) y el arrojo, la seguridad y el vigor de la proclamación de la verdad cuando han recibido su espíritu. En su inesperada aparición, Jesús les da su paz, su espíritu, su poder de perdonar los pecados, su misión, que Él había recibido del Padre. Aquí está la razón profunda de este cambio.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre. “La acción del Espíritu Santo que opera en la Iglesia y en quienes formamos parte de ella desde el día del Bautismo, puede pasarnos inadvertida porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos” (S. Josemaría Escrivá).
Lo decisivo
Una de las cosas decisivas que hace es mantener su presencia en la historia larga de la humanidad por media de su espíritu en la Iglesia. Observemos: es un signo visible de esta acción del espíritu de Dios en el mundo. Casi dos mil años; frente a ella, todas las instituciones sociales del Occidente, sus Estados y confederaciones de pueblos son de ayer. Los Estados en los que se estableció la Iglesia han caído; las culturas con las que parecía fusionada se han desecho. Solo ella permaneció inmutable en el tiempo. Sobrevivió la ruina del Imperio romano con todas sus crisis; no fue barrida por las invasiones de los pueblos bárbaros; no pudo ser vencida por la interna debilidad del papado ni por la fuerza externa del emperador y el nacionalismo francés, ni por los pecados y deficiencias humanas del humanismo y la Reforma, ni por las extraordinarias revoluciones de la Ilustración, la Revolución francesa, el capitalismo, el socialismo, el comunismo, el avance de la técnica moderna, ni por el cambio paradigmático de las redes virtuales….
¿Qué podemos pedirle hoy al Espíritu Santo? Luz, porque la oscuridad de la esencia de las cosas no se ve. El mundo global se nos presenta líquido (S. Bauman) y ha licuado la verdad de la cosas, la conciencia de lo axiológico en el juicio de nuestras consideraciones, el relativismo teórico y práctico (Papa Francisco) ha llevado al eclipse de la dignidad humana. Necesitamos Luz para volver a descubrir que el vaciamiento de una Patria no nos puede resultar normal; que la muerte de niños por el aborto no puede ser capítulo televisivo de programas en la farándula; eso es perder la dimensión misma de la dignidad humana. Luz para redescubrir que la Colecta de Caritas no es un mero gesto social sino el reconocimiento sincero de que muchos hermanos están viviendo de un modo socialmente injusto. Luz para reconocer que como sociedad estamos desencontrados con Dios y con los hermanos. Hemos caído en el grave problema de un individualismo pragmático que solo busca el propio beneficio, es como si la torre Babel nos dominase.
¡Ven Espíritu Santo, llena la tierra de tu fuego de caridad! Que con la confianza en Dios podamos ser instrumento de paz y luz ante tanta desorientación.