Cuando David Romero tenía ocho años el beat y el flow del rap se le metieron en la venas. No tenía idea qué significaban las letras de Eminen, pero se sentía como embrujado. Esa música con raíces afrolatinas se mezclaba con la cumbia villera, reina absoluta en El Sifón.
El ritmo pegadizo y acelerado más tarde sería su salvavidas, su arte. Lo haría encontrarse en la plaza del barrio con Leandro Otarola, su compañero de jardín de Infantes, para rapear sin descanso con el sueño de salvar a los pibes de la droga.
Narradores de Vida (NDV) es el nombre del grupo que se formó en 2011. Al principio eran cinco, pero ahora quedan dos. “Cuando comenzamos a tomarnos las cosas en serio, solo quedamos nosotros”, comenta David.
No lo niegan, al principio deliraban con la fama, el dinero y los autógrafos. Pero más adelante entendieron que lo de ellos era ayudar a otros con sus canciones.
En el repertorio aparecen los pibes del barrio, los que se drogan, los que no están, los que los critican, la madre y Dios. Ellos narran con rimas y juegos de palabras historias y verdades. Se lo toman en serio, no es una rapeadita así nomás.
“Fueron años difíciles”, explica David haciendo referencia a su adolescencia. A los 10 años pasaba más tiempo en la calle que en su casa. Probó por primera vez el alcohol y ese fue el puente hacia las drogas. Una día, no sabe cómo, algo le dijo que no iba a terminar bien. “Era la cárcel o muerto”, reconoce. Buscó ayuda lejos de Tucumán, en la casa de un tío policía que vivía en Buenos Aires. Ahí consiguió su primer trabajo en un drugstore.
Su mayor preocupación es ahora decirles a otros que se puede salir, que no hay que encerrarse y que la música es una buena terapia.
La plaza, esa porción de tierra seca que está a la entrada del barrio fue la primera sala de ensayo a cielo abierto. Cuando no tenía escenario ni juegos para chicos ni bancos ni luces. “Aquí nacimos”, dicen los narradores emplazados en ese lugar sagrado para la cultura del barrio. “Aquí se hace desde una rapeada hasta la inauguración del Septiembre musical”, cuentan. Un mural colorido protege el recinto de otras realidades que se ven en El Sifón a plena luz del día. La droga no se esconde y es capaz de someter a un joven en la esquina. Se tambalea, apenas camina, se agacha, raspa algo, mira de un lado al otro con los ojos perdidos, se va, pero ya va a volver.
Quizás no pueda escucharlos, pero David y Leandro también le cantan a él.
“Vivo en un barrio humilde y es un poco pobre, siempre nos marginan y nos tratan de ladrones...yo les cante a ustedes y prestaron atención, vivo en un barrio humilde que se llama El Sifón” (Representando al barrio)
Cuando David regresó al barrio ya tenía 18 años. Se encontró a Leandro y le hizo escuchar el rap que le comía la cabeza. “Me re copé al momento”, reconoce Leandro. Fue suficiente para sellar su destino de narradores. Además del rap norteamericano, ellos también cultivaron el oído con bandas en español como Sindicato Argentino de Hip Hop, Bajo Palabra y el alicantino Nach.
“Me di cuenta que todas las letras eran agresivas y nosotros no queríamos transmitir eso”, explica David. Las primeras estrofas que escribió fueron para su hija, Victoria, a quien la tuvo a los 19 años (“Me casé a los 18, pero ya desde los 12 soñaba con tener una familia”) y otra para los chicos del barrio.
Los primeros intentos musicales sonaban más a ritmos melódicos que a rap. “Sabíamos que queríamos hacer música, pero no nos decidíamos… flashábamos con un folclore rap también”, cuentan.
La posibilidad de cantar frente a otros llegó cuando tuvieron que preparar algo para presentarse en la sala Caviglia en el marco de unas actividades que organizaba una cooperativa del barrio. Esa fue la primera vez que pisaron un escenario fuera de las calles de El Sifón.