La futurología existe, pero el pasado es una sentencia irrefutable. Entonces, para no caer en teorías sobre el porvenir del alicaído Ministerio Público Fiscal y Pupilar o sobre quién será su nuevo y afortunado capitán (o ¿capitana?), conviene voltear la cabeza hacia el sendero recorrido durante los 13 años en los que Luis De Mitri dirigió esa institución. Aunque quizá “dirigió” sea un decir exagerado a la vista de lo que en Tribunales aseguran que queda: un cuerpo que deambula sin rumbo, con una reputación en palmaria caída libre por la sospecha de falta de independencia.
En el archivo consta que el funcionario designado por el ex gobernador Julio Miranda no logró ninguno de los objetivos institucionales relevantes que había planteado para fortalecer el órgano encargado de promover la acción de la justicia en defensa del interés público y de los derechos de los ciudadanos. No consiguió, por cierto, aumentar el número de fiscalías de Instrucción, como proponía con firmeza al comienzo de su mandato, ni concretar el anhelo antiquísimo de disponer de una Policía Judicial para investigar con prescindencia de la voluntad del Poder Ejecutivo.
La estructura no creció; la conflictividad social aumentó sin tregua y ese desfasaje derivó en investigaciones preliminares tan extensas como disparatadas. El fiscal se alejó rotundamente del ideal del investigador sobre el terreno; la aplicación del remedio de la prisión preventiva y del instituto de la prescripción se salió de quicio, y la incapacidad generalizada para brindar respuestas a las víctimas del delito llevó a decretar el fracaso del sistema procesal penal vigente en Tucumán, mecanismo que, en 1991, fue celebrado en América Latina por su coherencia democrática y vanguardismo jurídico.
Durante la gestión de De Mitri empeoró la selectividad manifiesta de la Justicia penal, que colma las cárceles de marginales adictos, y se muestra impotente para perseguir a la criminalidad rica y poderosa. Un golpe obvio en ese sentido tuvo lugar en 2005, cuando la Corte Suprema decidió -con el aval del propio ministro fiscal- suprimir la Fiscalía Anticorrupción que tanto había incomodado a figuras de este Gobierno y del anterior. En lo sucesivo, la Justicia provincial casi no causó molestias a los administradores de los fondos estatales, y en general se mostró poco dispuesta a impulsar y transparentar los actos investigativos llamados a esclarecer las denuncias de irregularidades que involucran al grupo gobernante.
El oficialismo, por el contrario, hizo lo que quiso con el Ministerio Público. En 2006, la Convención Constituyente ninguneó esa institución de control negándole la autonomía funcional y financiera que sí consagró para el inefable Tribunal de Cuentas. En paralelo y con sigilo, Edmundo Jiménez, el ministro de Gobierno y Justicia de gioconda sonrisa, ocupó el territorio de “Lucho” colocando fiscales amigos o de su red de influencia.
De Mitri fue retrocediendo; resignando la facultad de establecer, dentro de ciertos límites, una política criminal, y contentándose cada vez con menos y cada vez más con la idea de desempeñar un papel decorativo. Fue activo, sin embargo, en la gestión de súper ascensos discrecionales para su mujer (Olga Yolanda Almaraz integra el lote de judiciales que llegó al cargo de secretario sin el título universitario requerido por la ley) y parientes (la abogada Carolina De Mitri ocupa una de las preciadas relatorías del Ministerio Público). Su período como ministro será recordado por el estallido de casos que pusieron a la Justicia penal local en el mapa de la impunidad. Las aberraciones cometidas en la instrucción de la causa “Lebbos” fueron las gotas que colmaron una fuente rebalsada hace tiempo. De Mitri hizo de su jubilación un mito: siempre estaba yéndose. Al final, lo que pudo ser un alejamiento natural parece una fuga por la claraboya, como si todos los desaciertos e infortunios del pasado hubiesen de repente caído encima del ministro dimisionario.