Novela

CASABLANCA LA BELLA

FERNANDO VALLEJO

(Alfaguara - Buenos Aires) 

A lo largo de su apasionada obra, Fernando Vallejo ha convertido a la diatriba en su marca de autor. Arremete, de modo constante, contra Colombia, las mujeres, la iglesia y la humanidad. En cuanto a esta última no ve salida, ya que no puede “parar de parir”. Predica el peligro que implica la reproducción biológica y considera a la Iglesia Católica la Gran Culpable. En este libro figuran con nombre y apellido los últimos tres Papas, sobre todo, Wojtyla como “el papa malo”. No se libran los políticos de todas las latitudes: “Los bribones de la democracia, la última plaga que lloviendo sobre mojado nos mandó Dios”.

La prosa de Vallejo injuria de modo goloso y ríe, a veces con cinismo. Provoca al lector, hechizado por su lenguaje, plagado de lecturas gramaticales. Su narración maldice y reflexiona: “Empato entonces una negrura con otra, la nada con la nada, el sueño pasajero con el eterno y me voy en caída libre a los profundos infiernos de mi señor Satanás”.

Casablanca la bella contiene distintos gestos desde el ensayo, el soliloquio, la descripción costumbrista hasta la ficción surrealista. El protagonista, siempre Fernando, vuelve a Medellín a construir una casa frente a las ruinas de la casa familiar -la Casaloca, que aparece en El desbarrancadero, donde la novela familiar de Vallejo se despliega esperpénticamente-. “Casablanca y Casaloca se miran en mí como si fueran una sola en un espejo. Mi alma se reparte en ellas, va de un balcón al otro, yo estoy aquí y estoy allá.”

Casa soñada

De trata de un libro cautivante, los largos parlamentos de Fernando, fiel a su batalla contra el narrador omnisciente, vuelve sobre los temas de La virgen de los sicarios, con más humor y ciertas pinceladas de ternura.

La voz febril que monopoliza la palabra, tarde o temprano se apoya en flotantes interlocutores. Medellín, centro de la Antioquia productora de café, gobernada por los narcos, hoy ciudad infernal ha perdido la memoria y la identidad: “Todo pasa, todo lo tumban, nada queda”; “La realidad aquí da de sí, cede, se estira, se ancha, se aplana”. Casablanca significa recordar y, en cierta forma, reponer el pasado.

En medio de los rituales de la construcción el protagonista lo busca en los largos paseos en taxis. La ironía y el sarcasmo no están exentos de juegos.

A ciegas

Toda la novela gira alrededor de la residencia comprada a ciegas desde México. Una casa soñada desde la infancia “desde el balcón de mi casa, la de enfrente, donde nací, la de mis padres, una casona boscosa que se hizo célebre por el homicidio... Para no confundir la casona de mi niñez con Casablanca, llamaré a aquélla Casaloca.”

En el barrio de Laureles, esta casa se convertirá en el lugar donde acoja a sus fantasmas: los abuelos, los padres, los hermanos, los amigos, las perras. Todos los seres que anotó en la su curiosa libreta de muertos, cuya última línea lleva su nombre. El protagonista es el último Vallejo que, acompañado por las ratas y los obreros, descree de la raza humana, se acerca a la muerte. La última línea es una blasfemia que sentencia: “Yo construyo y Dios destruye”. El hogar, austero y solariego, se convierte en sinónimo de acogedora tumba.

© LA GACETA

Carmen Perilli