Cuando era seminarista estuve con San Juan Pablo II, en 1985. Mi amigo, el padre Julián de Armas Rodríguez, de la diócesis de Tenerife, me regaló un viaje a las Islas Canarias. Mucho tiempo junté dinero y me fui aquel año con sólo 100 dólares a Europa. Invitado por los salesianos participé del encuentro de Jóvenes de Taize, y en Barcelona recé por la paz del mundo junto a 25.000 jóvenes de diferentes religiones. Ahí conocí al hermano Roger Shults, muy amigo de Juan Pablo II. Uno de los jóvenes me pagó un tren a Roma, donde estudiaba el padre Jorge Gandur, y con él me quedé una semana. Presenté una carta en el Vaticano diciendo que era seminarista y que quería ir a una misa con el Papa. Me dijeron que esté a las 6 en la puerta de bronce, y cumplí. Me recibió el secretario personal Stanislaw Dziwisz -hoy arzobispo de Cracovia- y me llevó a la pequeña capilla. Entré abriendo la boca mirando el vitró iluminado del techo, y casi lo piso al Papa que estaba orando de rodillas... Juan Pablo II me parecía una pieza magnífica esculpida en mármol blanco, hasta que se rascó la cabeza y se movió… Fue un momento increíble. En esa misa hice una travesura: cuando me dio la comunión, a propósito le mordí los dedos al Papa para comprobar que era cierto. Se dio cuenta de mi intención y me regaló su primera sonrisa. Luego, en la biblioteca, conversó un ratito con cada uno. Le repetí tres veces: Santo Padre vaya a Tucumán (ya estaba anunciado su viaje para 1987). Sujetándome las manos imitaba mi voz y decía “Tu-cu-mán, Tu-cu-mán...” Me regaló un libro, un rosario y me dio un chirlo con fuerza y cariño que confirmó mi vocación... Jamás olvidaré ese encuentro con Juan Pablo II, hoy santo de nuestra Iglesia.