El Arzobispo de Tucumán, monseñor Alfredo Zecca, celebró hoy al mediodía la Misa Crismal, en la que bendijo los Santos Óleos que se usarán durante el año litúrgico. Fue un mensaje dirigido específicamente al clero, pero sus palabras ofrecieron una reflexión para los católicos en general.
"En esta, la misa de la unción, junto a todo el pueblo fiel, le rogamos al Padre que renueve en nuestros corazones la unción del Espíritu que hemos recibido por Cristo el día de nuestra ordenación. Le pedimos también que nos conceda tratarnos entre nosotros en todo momento como ungidos, trabajando juntos en el servicio de nuestro pueblo fiel", rogó el Arzobispo.
"Se puede decir que el sacerdocio es un elemento tan indispensable para la salvación como la muerte de Cristo", destacó.
Este es el mensaje completo del arzobispo:
Queridos hermanos en el sacerdocio:
Queridos consagrados, consagradas y laicos:
Cristo, “el Alfa y la Omega […] Aquél que es, que era y que vendrá “ (Ap 1,8) orienta y da sentido al paso del hombre en el tiempo. El dijo de sí mismo: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16,28). De este modo, nuestro pasar en el tiempo, en la vida, en la historia del mundo y en nuestra propia y pequeña historia personal, está iluminado por el misterio de Cristo. Con él pasamos por este mundo, caminando en la misma dirección tomada por Él, caminando hacia el Padre.
Esto resulta aún más evidente en el Triduo Sacro. En estos días santos por excelencia estamos participando –en el misterio- del retorno de Cristo al Padre, a través de su pasión, muerte y resurrección. En efecto, la fe nos asegura que este paso de Cristo al Padre, es decir, su Pascua, no es un acontecimiento que Lo afecta sólo a Él. También nosotros somos llamados a tomar parte en ello. Su Pascua es nuestra Pascua. Así, pues, junto con Cristo, caminamos hacia el Padre.
De su único sacerdocio ya empezamos a participar cuando la unción bautismal nos incorporó al Pueblo santo de Dios (cf. LG 10). Más tarde tuvimos el gozo de ser ungidos por el Espíritu como pastores. Así, gracias al Sacramento del orden, Jesús, que nos llama “amigos” como llamó a los Apóstoles, nos ha hecho partícipes de su Sacerdocio, dándonos el poder de obrar en su nombre, “in persona Christi Capitis”. Sí, la “gratia capitis”, que inundó la humanidad de Jesús, se derrama, por su misericordia, sobre nuestra frágil humanidad para hacernos capaces de celebrar los sacramentos de la salvación, “instrumentum separatum”, que prolongan la mediación salvífico-cultual única de su humanidad, “instrumentum coniunctum”, que culmina en el sacrificio redentor de la cruz.
Ungidos por el crisma de nuestra consagración sacerdotal, somos instrumentos libres del Señor, pero, al cabo, sólo eso, instrumentos de la potestad salvífica que pertenece, en principio, sólo a Cristo, el único salvador. Ser instrumentos de Cristo nos hace conscientes, a la vez, de nuestra grandeza y de nuestra limitada pequeñez. Por ello mismo, hoy, Jueves Santo, jueves sacerdotal, jueves de la eucaristía y de la caridad, resuenan de manera especial en nuestros corazones las palabras de Jesús en la Sinagoga de Nazaret, citando al Profeta Isaías, que acabamos de escuchar en la proclamación de este pasaje del Evangelio de San Lucas: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado con la unción” (cf. Lc 4,16-21).
En esta Misa Crismal, la misa de la unción, junto a todo el pueblo fiel, le rogamos al Padre que renueve en nuestros corazones la unción del Espíritu que hemos recibido por Cristo el día de nuestra ordenación. Le pedimos también que nos conceda tratarnos entre nosotros en todo momento como ungidos, trabajando juntos en el servicio de nuestro pueblo fiel. Queremos también ungir a nuestro pueblo en la fe bautismal, esa fe que lo hace pueblo de reyes, asamblea santa, pueblo sacerdotal, pueblo de Dios que bendice a su Señor. Le pedimos, finalmente, que nuestras manos ungidas con el crisma, sean manos cercanas a nuestros fieles; que nos conceda, unidos de corazón en la oración y la acción apostólicas, vivir fraternalmente nuestra comunión presbiteral y que esa unidad se traduzca en paternidad, en una paternidad de ungidos, en una paternidad verdaderamente sacerdotal.
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Con estos sentimientos que se hacen plegaria, quisiera compartir con ustedes, queridos hermanos sacerdotes, algunas reflexiones acerca del misterio que encierra el sacerdocio ministerial.
El Apóstol San Pablo, en su Primera Carta a Timoteo, dedica los primeros tres capítulos a subrayar el valor de la ortodoxia y de la enseñanza cristiana (cf. cap. I); de la oración y del culto público (cf. cap. II); y, finalmente, de la elección y de las cualidades requeridas para los ministerios sagrados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado (cf. cap. III). Y lo hace evocando ante sus ojos la belleza y grandeza de la Iglesia a la que los ministros son llamados a servir. Iglesia que es, a la vez, divina y cristiana, es decir, que es, por una parte, una asamblea formada por Dios (cf. CEC n.751) – en la que El pone su morada y que le está consagrada- y, por otra, la que posee la gracia y la doctrina de Jesucristo, el único mediador, el salvador del mundo.
Esta fundamental enseñanza del Apóstol nos hace comprender cuál ha de ser nuestra conducta en nuestra vida privada y en nuestras relaciones con los fieles cristianos y, en general, con todos, en el seno de esta comunidad de una naturaleza tan excepcional como es la Iglesia “casa de Dios en medio de las casas de los hombres”. “Te escribo estas cosas – le dice a Timoteo – con la esperanza de ir pronto donde ti; pero si tardo, para que sepas cómo hay que comportarse en la casa de Dios que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,14-15. Los miembros de la Iglesia – y, ante todo, sus ministros – debemos ser irreprochables, dóciles, castos, desinteresados, instruidos, porque nuestra vida ha de ser digna de la santidad de nuestro jefe y del hogar que nos reúne, “la Iglesia del Dios viviente”.
Se desprende de esta enseñanza que los llamados por Dios a ejercer un servicio en la Iglesia, conocidos de Él, elegidos y amados, protegidos por Él de manera especial, si tienen una viva conciencia de la santidad de la Iglesia y de la grandeza de su ministerio, serán espontáneamente llevados a desarrollar sus virtudes teologales y humanas para ser dignos de las tareas que le son confiadas. San Pablo, en su exhortación a los diáconos, que vale para todos los ministros, resume todo esto en dos notas principales, la doctrina y la santidad, diciendo: “guarden el Misterio de la fe con una consciencia pura” (1 Tim 3,9).
Ahora bien, a este misterio que debe guardarse con una consciencia pura, lo llama Pablo, allí mismo, el “misterio de la piedad” (1 Tim 3,16) y lo formula en el fragmento de un himno cristiano, que reaparece en otro contexto de esta misma carta (cf. 6,15-16), en la Segunda Carta a Timoteo (cf. 2,11-13) y en la Carta a los Filipenses (cf. 2,6-11) y que es posible también, relacionar con las cartas a los Efesios (cf. 1,3-14) y a los Colosenses (cf. 1,15-20). Escribe, así, el Apóstol aquí, culminando el tercer capítulo de la Primera Carta a Timoteo:
“Y sin duda alguna, grande es el Misterio de la Piedad:
El (Cristo) ha sido manifestado en la carne,
justificado en el Espíritu [en su resurrección gloriosa],
visto de los ángeles,
proclamado a los gentiles,
creído en el mundo,
levantado a la gloria [en su ascensión] (1 Tim 3,16).
Este himno expresa sintéticamente un conjunto de reflexiones anteriores que Pablo ha madurado pacientemente como cristiano y apóstol y a la luz de las cuales – y sólo bajo esta luz – es posible comprender el fundamento último sobre el que reposa el misterio del sacerdocio ministerial.
En efecto, con esta expresión, “misterio de piedad”, San Pablo intenta definir el depósito doctrinal confiado a la Iglesia, el objeto de la predicación cristiana y la naturaleza misma de la nueva religión; y este misterio no es sino el “secreto de Dios relativo a la salvación de los hombres”. Es esto – y sólo esto - lo que fundamenta y alimenta, en su raíz, el ministerio sacerdotal. Los sacerdotes prosiguen la obra de su Maestro. Su única vocación es, por consiguiente, la de “salvar” a los hombres y lo hacen encaminando a los fieles al conocimiento de la verdad religiosa esencial: Dios y su voluntad salvadora. En la tarde de su vida Pablo resume así, claramente, su concepción y su experiencia del ministerio eclesiástico: “Dios, nuestro salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Porque hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio – digo la verdad y no miento – yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad” (1 Tim 2,3-7)
Semejante iniciativa de Dios, un don así gratuito y generoso, han suscitado el estupor y el entusiasmo de los Apóstoles, los primeros destinatarios y beneficiarios de esta revelación. Escrutando las razones, explicando los efectos, definiendo su contenido, han logrado comprender acabadamente, la arcana disposición de Dios que explica, en un todo armónico y proyectado a partir de su sabiduría y bondad, (cf. LG 2) los últimos “porqués” de la creación, el curso de la historia, las relaciones de Dios con el hombre, la fundación de la Iglesia, el futuro de los tiempos. Así, para los Apóstoles, todo se volvió manifiesto en función de esa soteriología universal en y por Cristo.
Por ello mismo, para Pablo, las nociones de misterio, Evangelio, predicación, salvación y así mismo de Iglesia y, en consecuencia, de sacerdocio, confluyen. Todas tienen el mismo objeto, los mismos destinatarios y están, entre ellas, armoniosamente unidas en el designio eterno de Dios en favor de la humanidad. Éste – y ningún otro – es el núcleo mismo del Evangelio, el tema central de la predicación, la verdad, el depósito que la Iglesia custodia y aquello que el sacerdote actúa en su vida y en su ministerio. A partir de esta realidad resulta evidente que el objeto del ministerio sacerdotal no puede ser otro que predicar a Jesucristo, exponer el misterio de salvación, anunciar todas las gracias a los hombres de buena voluntad y hacerlas operantes en el culto del Sacrificio y los Sacramentos (SConc 6).
Se comprende así que, al final de la Carta a los Efesios, hablando del combate espiritual escriba Pablo: “oren por todos los santos y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene” (Ef 6,18-20).
El apostolado, el sacerdocio, son, por lo tanto, elemento integrante – e insustituible - del “misterio de piedad” del que habla San Pablo y desde su perspectiva deben, ambos, ser puestos en relación con la sabiduría de Dios. Más aún, se puede decir que el sacerdocio es un elemento tan indispensable para la salvación como la muerte de Cristo. Uno y otra están entre sí vinculadas de modo que resultan inseparables. Dios las decreta con un mismo título en su designio salvador y con un mismo y único fin: constituir la Iglesia, esposa de Cristo “Cabeza de la Iglesia y el salvador de su cuerpo” como afirma Pablo a los Efesios (5,23).
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Estamos por renovar nuestras promesas sacerdotales. Tengamos presente, especialmente en este solemne momento, las palabras que el Obispo dice al recién ordenado al entregarle el cáliz y la patena: “Recibe la ofrenda del Pueblo santo para presentarla a Dios: considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida al misterio de la Pasión del Señor” (cf. Pontifical Romano, Ordenación de Presbíteros).
No quisiera terminar esta reflexión sin agradecer de modo especial la entrega silenciosa, sacrificada y, en muchos casos, ejemplar de ustedes, queridos hermanos, sacerdotes de este presbiterio de la querida Iglesia de Tucumán que sin mérito alguno de mi parte el Señor me ha llamado a presidir, particularmente el cariño con que me han recibido y la paciencia que demuestran ante mis limitaciones y defectos, que no son pocos. También quiero decirles que los quiero con afecto entrañable a todos, sin distinción. Cada día, en la Liturgia de las Horas que se nos encomienda a todos los sacerdotes ofrecer por el Pueblo santo de Dios que nos fue confiado, los tengo a todos presentes, particularmente a aquellos que, por diversas circunstancias, están atravesando momentos difíciles.
Pidamos al Señor, en este jueves sacerdotal y eucarístico, que aumente nuestro mutuo amor ya que estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto y, así, nos alegremos con los frutos ajenos, que son de todos (cf. EG 99). Que el buen Jesús que ha pedido al Padre “que sean uno en nosotros…para que el mundo crea” ( Jn 17,21) nos haga crecer en nuestra pertenencia cordial a la Iglesia con su rica y multiforme diversidad, fruto del mismo y único Espíritu, que reparte sus dones como quiere superando cualquier sectarismo o pertenencia a tal o cual grupo que puede caer en la tentación de arrogarse el título de diferente o especial (cf. EG 98). Los ejercicios espirituales, a los que de modo especial invito a todos, nos ayudarán a crecer en la unidad como presbiterio partiendo de la fuente que alimenta nuestra vida sacerdotal: la experiencia del amor de Dios. Lo necesitamos porque sólo así, firmemente arraigados en Dios, y unidos entre nosotros podremos llevar adelante con eficacia la misión a la que Dios y la Iglesia nos convocan como sacerdotes. Que las palabras del Papa Francisco nos alienten en esta búsqueda: “No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno”.