Silencio. Las autoridades responden con silencio ante la andanada de hechos de sangre o de reacciones vecinales contra los arrebatadores, porque no tienen explicaciones excepto las mismas respuestas de siempre. Como la que se da frente al asesinato de la joven embarazada Magdalenta Beatriz Cajal, ocurrido anteanoche en La Florida, al que se suman otros siete homicidos en los últimos 15 días. Estos episodios son una de las caras de la inseguridad, la que se ve y que más sufre la gente: el asalto a mano armada, de día o de noche, con altas dosis de violencia; y el arrebato imparable que pulula por doquier, y que ha dado lugar a las reacciones salvajes y desmesuradas de los vecinos.
Ya antes hubo otras turbas, mucho más violentas, de “patotas justicieras” que tomaban las calles por cuenta propia. Hace poco más de diez años eran los remiseros los que vuelta a vuelta capturaban a los asaltantes y arrebatadores y los entregaban, luego de una paliza, a la Policía, que a su vez les daba también lo suyo. El ladrón de poca monta que era atrapado antes de que llegara la Policía llegaba ante la Justicia amasijado varias veces. Como ahora. El intento de linchamiento es un hábito autoritario que simplemente está recrudenciendo en estos días, de la mano del discurso policial de que “quedan libres poco después de que los atrapan”.
Pero en esta sociedad hay otros más pesados que han quedado libres en casos mucho más densos. Los asesinos del oficial Juan Andrés Salinas, por ejemplo, que murió acribillado en 1992 cuando estaba en una esquina conversando con el “Mono” Ale. Se acusó a supuestos miembros del “Comando Atila” (en el que se mencionaba, entre otros, al “Niño” Gómez, Camilo Orce, Luis Medina, El “Perro” Bovi, Juan Carlos Ovejero, El “Tono” Pereyra, el “Feto” Soria y Juan Velardez) y después de que los fiscales de Instrucción se tiraran el caso del uno al otro, el asunto terminó en la nada. Muchos de los sobreseidos en el caso hoy son prósperos empresarios y tienen buenos vínculos con el poder político.
No ha habido vecinos que salieran a patotear a nadie por la muerte de Salinas. Nadie se acuerda de él. Sólo su viuda. Pero su caso mostró entonces la ineficiencia judicial y la corrupción policial. Más cerca en el tiempo están los crímenes del contador Carlos Albarracín (2004) y del empresario Jorge Mateucci (2010), de los que nadie se ocupa. Se habló de mafias de prestamistas y de dinero sucio. Pero no se hicieron búsquedas de registros telefónicos ni se apuntó a nadie. Los autores de esos homicidios, como en el caso de Paulina Lebbos, son mucho más poderosos que un arrebatador callejero. Estos matan y quedan impunes. Mucho más poderosos que un ladronzuelo son los barrabravas que reinan en los estadios y sus zonas de influencia. Los usurpadores de propiedades. Los que manejan las mafias del juego y la usura. Los que mandan patoteros a servicio de punteros políticos.
La Policía y la Justicia se han hecho impotentes para tocarlos y la sociedad ignora su existencia. Acaso una de las comprobaciones de lo mal que están la Justicia y la Policía haya sido el de Susana Trimarco: hace un año hizo que todo el andamiaje del poder político temblara frente a una investigación policial y judicial pésima. Fue pragmática. Hizo que se cambiara el fallo absolutorio contra los riojanos por uno condenatorio. Y ahora hizo que se diera la paradoja de que un tribunal, sin haber estudiado el caso ni haber participado del juicio, se convirtiera en pelotón que cumplía una orden de la Corte Suprema y sólo dictó las penas, sin importar que esta singularidad jurídica pueda caer. No a todos los mencionados en la causa les cayó la pena. Los hermanos Rivero, vinculados a los Ale, a quienes Susana Trimarco acusa de tener que ver con el secuestro y desaparición de Marita, han sido exculpados.
No sabemos cómo seguirá el caso Verón cuando la polvareda se acalle. Pero la historia nos muestra cómo es el sistema judicial que tenemos. Hay momentos, como ahora, en que la inseguridad que se ve nos hace temblar de dolor. Pero la otra inseguridad, la que no se ve, sigue ahí, profunda. Se llama impunidad.