Privación ilegítima de la libertad (los llevaron a la fuerza a un lugar a los que ellos no querían ir), amenazas de muerte agravada por el uso de armas de fuego (los encañonaron con revólveres y les dijeron que los matarían si no colaboraban para que San Martín de El Bañado ganara el cotejo) y tentativa de soborno (les entregaron un sobre con dinero para favorecer al equipo local). De todos esos delitos fueron víctimas tres árbitros tucumanos el domingo en Catamarca. Los nombres de Sebastián Barrionuevo, Leila Argañaraz y Facundo Nanterne Giacchino pasaron integrar la historia negra de la locura que genera la violencia en el fútbol, donde los barras actúan con la complicidad de los directivos y la vista gorda de las autoridades que poco hicieron para protegerlos.
Un episodio como este, en cualquier parte del mundo, hubiera generado un escándalo. El club involucrado habría recibido un ejemplar castigo con la quita de puntos o desafiliación. Los autores del ataque estarían esperando el juicio para recibir una dura condena. Pero sucedió en Catamarca y lo más probable es que nada ocurra. Pocos medios denunciaron el caso. Estaban más preocupados en polemizar si fue o no gol de Belgrano contra River. Ni los colegas de las víctimas repudiaron el ataque. Así estamos.