“El día de la audiencia con el papa Francisco llegamos con mi esposa a El Vaticano a las 9 de la mañana. La salida a la explanada de la plaza ya nos emocionó muchísimo: la multitud apostada a unos 50 metros permite dimensionar el privilegio de hablar con el sucesor de Pedro.

Una repentina ovación, que nos estremeció a todos, precedió la aparición del Papamóvil. A su paso, la gente se movía como una marea. Durante unos 20 minutos, Francisco recorrió la plaza; besó a los chicos, bendijo y saludó a todos. Lo que su persona causa es indescriptible: hay que verlo para entenderlo. Quizá sea la sensación de cercanía o, quizá, su carisma semejante al de Juan Pablo II. Y con este comentario creo que no sería injusto con Benedicto XVI, que fue un gran Papa.

Cuando terminó de predicar -ese día habló de la Eucaristía, pero, fiel a su costumbre, empezó el discurso con una broma sobre el mal clima-, Francisco se acercó a las vallas que nos separaban. Mi corazón empezó a latir con más fuerza al ver que el Papa atendía en orden a todos y que, al advertir mi presencia detrás de un grupo de mujeres, me miró y me estiró su mano. En ese instante tuve la sensación de que el tiempo se había parado. Sin perder un instante de esa maravillosa y fugaz oportunidad, le dije: ‘Santo Padre Jorge, le traigo un mensaje del fin del mundo, de la Fazenda de la Esperanza y de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Tucumán’. Antes de seguir con los saludos, me contestó: ‘rezá por mí’”.