Por Daniel Dessein - Para LA GACETA - Buenos Aires

Criado en un hogar católico de clase media, hijo de un padre italiano y de una madre argentina, descubrió su vocación religiosa a sus 17 años, en una iglesia de su barrio, al confesarse y sentir un llamado irresistible. Cuatro años más tarde ingresaría como seminarista a la Compañía de Jesús.

En la década del 60 fue profesor de Literatura en dos colegios secundarios. Al recordar esos años, hizo reflexiones sobre la docencia que pueden ofrecer una pista sobre el rumbo de la tarea pastoral que tiene ahora entre manos: “Hay que caminar con un pie en el marco de seguridad, en todo lo que viene adquirido, y con el otro pie tentar zonas de riesgo”, afirmó en una entrevista.

La etapa de su vida que ha despertado mayores controversias es la correspondiente al período de la última dictadura argentina, entre 1976 y 1983. Los cardenales del último Cónclave recibieron dossiers con notas de prensa que lo acusaban de haber entregado a los militares a dos sacerdotes de su orden que fueron secuestrados y torturados. Testimonios calificados, como el del Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, junto con otros referentes de los derechos humanos, deslindaron su responsabilidad en este caso. Incluso aparecieron múltiples relatos sobre personas a las que había protegido en esos años. Una de esas personas salió del país con la vestimenta y el documento de Bergoglio, quien puso en riesgo su vida para poder salvarlo.

Hasta los 55 años, cuando fue designado obispo auxiliar de Buenos Aires, era un outsider de la Iglesia, no alguien que venía construyendo una carrera que hiciera prever su designación en cargos jerárquicos. El entonces cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de la ciudad de la capital argentina, fue quien advirtió las condiciones de ese sacerdote de perfil bajísimo. Seis años más tarde, Bergoglio sería su sucesor.

Nada cambiaría en sus costumbres. Rechazaría un auto con chofer para seguir viajando en transporte público, recibiría a todo el que quisiera verlo, no disminuiría su contacto con la gente, y en particular con los más pobres. Seguiría despertándose a las 4 de la mañana, visitando a las parroquias diariamente y durmiendo en un pequeño cuarto despojado. “Cuando era presidente de la Conferencia Episcopal, Cardenal Primado y Arzobispo de Buenos Aires, no tenía secretaria, llevaba su propia agenda, devolvía todas las llamadas telefónicas y contestaba cada carta que recibía. Instaló un servicio de llamadas para sacerdotes las 24 horas. Ese estilo no cambió”, me cuenta Francesca Ambrogetti, la coautora de su primera biografía.

En 2001, lo nombraron cardenal. A todos los que quisieron asistir a la ceremonia en Roma les pidió que, en lugar de hacerlo, donaran el dinero del viaje a los pobres. Ese año, siendo un desconocido para buena parte de los altos dignatarios eclesiásticos del mundo, sorprendió con un discurso que dio en el Vaticano y que lo puso en la mira de los cardenales que lo votarían en el Cónclave de 2005, donde terminó siendo el más votado después de Ratzinger.

La corrupción, el límite

Su prédica siempre fue respetuosa de la ortodoxia doctrinal, pero sin dejar de enfocarla con una concepción moderna y profundamente espiritual. Cuando lo interrogaban, por ejemplo, sobre el celibato, solía decir que el problema de los sacerdotes que se casaran sería tener una suegra. El humor, el estilo llano y el lenguaje coloquial usualmente ablandaron la rigidez del dogma. Bergoglio afirmaba que debe pasarse de una Iglesia reguladora de la fe a una que se dedique a transmitirla y facilitarla. “Hay que salir al encuentro de la gente”, solía repetir.

El progresismo que muestra en el terreno social es una de sus marcas. Esa Iglesia pobre para los pobres que hoy anuncia como deseo personal es la que siempre impulsó. Las villas miseria de la Argentina lo tuvieron como un visitante frecuente y allí generó una intensa acción de sacerdotes que se convirtieron en sus habitantes. Esa opción por los pobres es innegociable. Es la que le generó conflictos dentro de la estructura eclesiástica y con todos los presidentes con los que le tocó lidiar en su país, al reclamarles políticas comprometidas y activas. “Los obispos estamos cansados de sistemas que producen pobres para que luego la Iglesia los mantenga”, le dijo a la dirigencia argentina durante el año 2001, cuando el país vivió su mayor crisis económica y social de su historia.

¿Podrá este hombre austero, que sorprende al mundo con sus gestos, lidiar con la poderosa curia romana y llevar adelante la transformación que la Iglesia necesita? Lo que es seguro es que no transará. Como obispo perdonó a un sacerdote que había tenido una aventura sentimental con una mujer. “Es un pecado, no un delito”, dijo. El límite para la comprensión es la corrupción, un mal que lo obsesiona desde la juventud, al que combatió incansablemente desde cada lugar en el que le tocó estar y al que asocia de manera directa con la generación de esa pobreza que busca erradicar. Ya lo anunció en su primer Angelus: “Perdón a los pecadores, pero no a los corruptos”.

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