Es una de las celebraciones religiosas que se ha extendido en el mundo y es festejada por personas de otros credos. La Navidad, uno de los acontecimientos centrales del Cristianismo, evoca el nacimiento de Jesucristo en Belén. En el año 440 de nuestra era comenzó a festejarse, pese a que la Biblia no dice el día exacto de la llegada del Mesías. El significativo hecho es evocado el 25 de diciembre por las iglesias Católica, Anglicana, algunas protestantes y la Ortodoxa Rumana. A lo largo de los siglos, la festividad católica fue ganando cada vez más adeptos y se impuso la cena de Nochebuena, el 24 de diciembre, oportunidad en que las familias se reúnen para esperar la llegada del Señor. Se incorporó también la costumbre de intercambiar regalos, luego del brindis a la medianoche por el nacimiento del Niño Dios, episodio que simboliza también el surgimiento de una vida nueva. La festividad se fue comercializando hasta el punto de que la fiebre consumista fue desplazando la honda significación espiritual; en muchos casos, la fecha pareciera ser un pretexto para comer y beber en exceso.
Hace pocas semanas, los tucumanos hemos vivido una trágica historia de desencuentros. El 9 y 10 de diciembre, como consecuencia del acuartelamiento policial, se registraron saqueos de bandas de delincuentes organizadas a hipermercados y otros negocios; una parte de la ciudadanía -no precisamente indigente- se plegó al latrocinio colectivo. El caos y la paranoia llevaron a muchos vecinos a munirse de armas, palos o lo que encontraron a mano para proteger sus bienes y levantaron barricadas en las esquinas, ante la inacción del Gobierno que lució más preocupado en solucionar el conflicto salarial con la Policía, que en defender a los ciudadanos o en disuadir a los saqueadores. Esas 48 horas de inhumanos incidentes desnudaron un hondo deterioro del tejido social, hasta el punto que cuando nadie nos vigila, somos capaces de cualquier bajeza. En medio de la barbarie, se registraron actos solidarios de los mismos vecinos hacia los damnificados.
Sería positivo si aprovecháramos la cena familiar de la Nochebuena para reflexionar sobre lo vivido, para preguntarnos por qué ocurrió lo que pasó y qué podemos hacer como miembros de la comunidad para que esta historia no vuelva a repetirse nunca más. Seguramente, en la búsqueda de culpables y en la ausencia de autocrítica, no encontraremos las soluciones. Sería igualmente interesante si pudiésemos conversar sobre algunas de las posibles causas de este desencuentro, como la intolerancia, la falta de respeto a la ley y al prójimo, sobre la necesidad de recrear en forma constante la solidaridad, el diálogo, en el seno de la misma familia para que puedan proyectarse luego a la sociedad. Sería provechoso que meditáramos acerca de la importancia de esforzarse para lograr un objetivo en una sociedad de consumo que alienta lo contrario, es decir la obtención de un éxito fácil y también efímero. Sería un modo de recrear también los vínculos afectivos que son los que le dan sentido la vida y no las cosas materiales. La clase gobernante que hace diez años está en el poder, podría preguntarse qué hizo mal para que este estallido social sucediera; debería tomar conciencia de que debe anteponer el bien común a los intereses sectoriales o personales. Sería bueno si en esta Navidad pudiéramos crear un clima del diálogo, de amor que nos ayudara a confiar nuevamente en el otro, a intentar cambiar lo que nos parece equivocado, pero para que ello es necesario un acto de sinceramiento.