Desde fines del siglo XVIII y durante buena parte del XIX, la fiesta de Navidad en Tucumán era inseparable de la figura de un sacerdote, el doctor José Agustín Molina. Ha pasado a la historia como “El obispo Molina”, porque tenía el título honorífico de Obispo de Camaco.

La predilección de Molina “era cantar al pesebre, y durante catorce años no cesó en su afán de producir nuevas loas y cantos para preparar coros de niñitas, casi todas sus sobrinas, para que fueran a cantar y declamar ante el Niño Dios”. Así informa José R. Fierro, en dos interesantes artículos que usamos largamente en esta nota.

Molina nació en 1773, en una familia importante y acaudalada, de la que desciende, por línea paterna o materna, una franja considerable de la sociedad tradicional de Tucumán. Vivía en la actual calle 24 de Setiembre esquina Maipú, y la gente solía llamar a aquella arteria “calle del obispo Molina”.

Según Nicolás Avellaneda, era “poeta repentista e instintivo, aunque sin gusto ni elevación”, que componía versos con facilidad y a propósito de cualquier cosa. Pero reconoce que los confeccionados especialmente para cantarse en Navidad, eran “frescos y risueños”.

Cantos para niños
Le encargaban esas ingenuas composiciones, para que las interpretaran los chicos de Tucumán, frente a los pesebres famosos de la época. Pesebres conocidos por todo el vecindario, desde tiempo inmemorial: tanto, que se nombraban por alguna característica de la respectiva imagen del Niño Dios. Así, se hablaba del “Ñatillo de Justiniana Ugarte”, del “Rubito de las Santillán” o del “Morochito de las Corro”, según fuera el aspecto del ícono. Este era obra de algún mentado “santero” de la región, cuando no traído, generaciones atrás, de algún taller altoperuano. En esa época, ni se soñaba en la fabricación en serie de estas imágenes.

Era de rigor que, en los días de Navidad, los niños desfilaran por las casas de familia, para admirar las novedades que se registraban cada año en el arreglo del pesebre, y rendirle a cada uno el homenaje de los versos cantados del doctor Molina. Lástima que no haya quedado registrada la música de esas composiciones, que siguieron en boga muchos años después de muerto el prelado.

Larga perduración
Fierro las oyó cantar en la década de 1870. Eran “versos que se pegaban al oído, se aprendían sin estudiarlos y se los recitaba con la más exquisita naturalidad”, recuerda.

Obvio es decir que el doctor Molina jamás pensó que se publicaran, ni tenía –en ese género navideño- pretensión literaria alguna. Eran producciones de su alma sencilla y profundamente tocada por la fiesta del Niño.

Asegura Fierro que hasta se imprimió un folleto –hoy inhallable- que recopilaba tales poesías. Su editor advertía que “para juzgar el mérito de una composición literaria, es indispensable conocer su objeto”, y Molina “escribía para unas niñas de tierna edad: se proponía más instruir que deleitar”.

De todas maneras, Fierro transcribía algunas letras, en todo o en parte. Recordaba como famoso el estribillo: Al pesebre, al pesebre, mortales,/ vamos hoy al pesebre a adorar/ lo más dulce que tienen los cielos,/ de Jesús la divina beldad. Habla también de una “Pastorela” navideña, escrita en 1825, que empezaba: ¡Criaturas de Dios! Oíd,/ oíd el himno angelical:/ gloria a Dios en el cielo,/ y al hombre en la tierra, paz.

Versos ingenuos
El mismo autor reproduce completa otra “Pastorela espiritual para Navidad”. Sus versos iniciales decían: En Belén acaba/ Jesús de nacer,/ vamos pastorcillos,/ vamos allí a ver./ Jamás niño más hermoso/ nació debajo del cielo:/ jamás brilló sobre el suelo/ más peregrina beldad./ Absorto el cielo y gozoso/ contempla su imagen bella,/ por medio de cierta estrella/ de admirable claridad.

El doctor Roberto J. Ponssa dedicó, en 1912, un detenido estudio al doctor Molina. Allí transcribe varias de sus composiciones navideñas. Por ejemplo: Jesús ha nacido,/ Jesús, mi Jesús,/ el que por mí un día/ morirá en la cruz. El coro tenía el estribillo: Eterna alabanza,/ loor y gratitud,/ sea al Padre dada,/ en Cristo Jesús.

No escapaba a Ponssa que casi todas estas poesías resultaban “faltas de precisión y de relieve”. y abundantes en “prosaísmos y falta de gracia”. Pero juzgaba que, algunas raras veces, lograba unir “la belleza del pensamiento con la marcha sonora del decasílabo”. Así, por ejemplo: Mas si no hallas lugar, dueño mío,/ si no lo hallas allí en el mesón,/ ¿no era mucho mejor que una gruta,/ el albergue de mi corazón?

Muchas de las producciones navideñas del obispo tenían franco sabor tucumano: hablaban del niño “echadito en el pesebre”, en un “catrecito”, y diminutivos similares típicos de nuestra habla. En fin, comenta Ponssa, si bien “una severa crítica haría casi desaparecer la personalidad poética del obispo”, siempre quedaría, sin duda alguna, “el sacerdote venerable y patriota de nuestra historia”.

La devoción de Molina hacia el Niño Dios –además de la tradicional de su familia, a San José- era tan grande, que cuando viajaba llevaba entre sus ropas el “Ñatillo de Justiniana”, según cuenta en una de sus cartas. Además, quiso que la imagen custodiara sus restos. Escribió: “Desearía que sobre la cubierta de mi tumba se esculpiera un niñito Jesús y debajo esta inscripción: Spes Mea”. Esto es, “esperanza mía”.

Molina se había graduado de doctor en Teología en la Universidad de Córdoba, y lo ordenó sacerdote en Buenos Aires el obispo Mariano Moscoso. Fue amigo del general La Madrid, de Marco Avellaneda, de Juan Bautista Alberdi, por ejemplo, y devoto sobrino del célebre jesuita Diego León de Villafañe, dueño de la estancia “Santa Bárbara”. En las aulas, había estrechado fraternal amistad con Fray Cayetano Rodríguez, prócer con quien mantuvo constante correspondencia –editada por la Academia Nacional de la Historia en 2008- y al que volvería a encontrar en Tucumán, en tiempos del Congreso de la Independencia.

En esa asamblea, Molina fue elegido diputado por Tucumán, nominación que rechazó; pero aceptó ser prosecretario de la misma y encargarse, con Rodríguez, del periódico “El Redactor del Congreso”, donde se cronicaban las sesiones del cuerpo. Después, fue diputado y presidente de la Sala de Representantes. En el terreno eclesiástico, se desempeñó como Vicario Foráneo de Tucumán y luego Vicario Apostólico de Salta, hasta el fin de sus días.

Un prelado generoso
Heredó mucho de sus padres, don José de Molina y doña María Josefa Villafañe. Como a todo lo destinó a obras de caridad, quedó totalmente empobrecido. Cuando partió a Buenos Aires para ser ungido obispo, su compadre Bernabé Piedrabuena debió regalarle “una ropa completa”. Cada semana se trasladaba a la cárcel pública para celebrar misa y llevar regalos a los presos. Se dice que consiguió, del gobernador Alejandro Heredia, no pocos perdones de sentencia de muerte.

Era buscado como orador –pronunció el sermón celebratorio de la victoria de Tucumán- y aceptó la dignidad de obispo sólo por espíritu de obediencia. En carta a su hermana Dolores Molina de Gramajo, de 1837, le decía: “¡Ah, mi hermanita: cuán diferente y más feliz era mi vida se simple clérigo particular que la actual de obispo! Te lo repito que me someto a la adorable disposición de la Divina Providencia, sobre todo considerando que poco pueden durar mis trabajos y penas tan pasajeros como mi vida misma”.

Muerte del obispo
Once meses después de escrita esta carta, falleció el doctor Molina, el 1 de octubre de 1838, a las ocho de la noche. Ocurrió en la casa de don Francisco de Ugarte, esposo de Ignacia Gramajo, sobrina del obispo.

Un informe que confeccionó su familia en 1899, a pedido del doctor Juan M. Garro para un trabajo biográfico, expresa que el cuerpo del prelado “fue sepultado en San Francisco antiguo, templo hecho por los Jesuitas que fue después derribado para construir la actual iglesia San Francisco; en esta se conservan los restos embalsamados del obispo y el corazón en una urna colocada bajo del púlpito. El sepulcro, que se encontraba al lado izquierdo del altar mayor y la lápida contra la pared, en el antiguo templo, fueron trasladados en la actual iglesia al frente del altar mayor, en donde se encuentran hasta ahora”.

Su lápida de mármol, actualmente muy desgastada por los años, tiene esculpido, como él quería, el Niño Jesús y el lema Spes mea.

Tumba en San Francisco
La inscripción ya es ilegible. Según el informe, rezaba: “Aquí yace el Ilustrísimo Señor Obispo de Camaco y Vicario Apostólico de esta Diócesis de Salta, quien desde el fondo de este sepulcro sólo pide una oración y una légrima a los que se acerquen a mirarlo”. Decía también: “Dedicado por su sobrino D. Tomás Ugarte”.

Sobre este pedido de una oración y una lágrima, comentaba el informe: “¿Y cómo podrán negarlo al que fue honor del sacerdocio, consuelo de los afligidos y gloria de Tucumán, su amada Patria?”.

Agreguemos que en San Francisco, sobre la nave izquierda, en el altar del medio, se conserva la antiquísima imagen de San José, que perteneció a los padres del obispo. Era conocida como “San José Molina” o “El Santo Caballero”. Durante el siglo XVIII, los Molina la llevaban a la Matriz todos los 19 de marzo, para dedicarle una gran función. Al morir don José, la función pasó a San Francisco, templo al que su bisnieta, doña Dolores Molina de Cainzo, donó finalmente la imagen. Tan presente estaba San José en la familia, que los descendientes de don José de Molina llevan, prácticamente todos, el “José” como primero, segundo o tercer nombre, hasta hoy.