Las heridas siguen a flor de piel. Ayer, cerca del mediodía, en la zona bancaria de San Martín al 700, una mechera con un bebé en brazos le sacó la billetera de la cartera a una mujer. La víctima se dio cuenta y la increpó a gritos. Los transeúntes se abalanzaron con furia sobre la ladrona, pero se contuvieron por el niño y porque ya había llegado la policía. La gente le gritaba gruesos improperios a la asaltante, que finalmente fue introducida en un patrullero. Este episodio, que suele ser bastante común en el centro comercial, en especial, en las cercanías de las Fiestas, se potenció por los hechos de saqueo recientes que generaron zozobra entre los tucumanos, a raíz de la huelga policial.

No sin razón, uno de los testigos se quejaba por la posibilidad bastante cierta de que la punguista fuera demorada por unas horas y luego quedara en libertad para seguir delinquiendo al día siguiente.

Este es, por cierto, uno de los principales reclamos de la ciudadanía a los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo, que no ha sido tenido en cuenta. Cuando se detiene a un asaltante in fraganti en la vía pública, la Policía acusa a los jueces de turno de liberarlo, y si es menor se lo suele entregar a los padres.

A su vez, la fuerza se rige por la desactualizada Ley Policial o por la Ley N° 5140, de Contravenciones Policiales, herencia de la dictadura militar, que fue declarada inconstitucional hace ya tiempo, y, sin embargo, los legisladores no han avanzado en esta materia, por lo tanto, la norma sigue en vigencia.

El grave estallido social ocurrido en Tucumán, que dejó hasta ahora un saldo de cinco muertos, debe ser analizado desde varias perspectivas, apoyándose en una sincera autocrítica. El Estado tiene, por cierto, el rol principal. La realidad ha demostrado que no se ha hecho lo suficiente para erradicar la marginalidad social, la inequidad económica, la delincuencia, la droga y la inseguridad constante.

En varias oportunidades, se ha señalado en esta columna la importancia de combatir la droga que destruye la cabeza de nuestros niños, adolescentes y jóvenes -en particular en las villas miseria-, mediante una política interdisciplinaria que se apoye en la educación, en la salud, en el deporte y en el cooperativismo.

Hace unos años, un estudioso de la seguridad que integró este Gobierno, propuso acciones puntuales para combatir la delincuencia; entre ellas, la creación de una policía comunitaria que se insertara en los barrios y estuviera en contacto con los vecinos. Propuso que hubiese programas de recreación luego del horario escolar y de visitas a familias desprotegidas; planes de educación preescolar que involucraran a padres; prevención de la violencia familiar y acciones adecuadas en la Justicia Penal; recuperación de desertores del sistema escolar; capacitación a docentes para afrontar los problemas de origen social en las aulas y fortalecimiento de patrullas dirigidas a lugares conflictivos, entre otros puntos.

Ideas e iniciativas para mejorar hay siempre y muchas, pero para que prosperen es necesaria una clase dirigente con verdadera vocación de servicio, que cumpla con sus obligaciones de trabajar por el bien común y no esté especulando en conseguir el voto ciudadano circunstancial o en sus intereses personales.

Si se diseña una política que promueva acciones concretas, avanzaremos. La tarea de recomponer el tejido social será, por cierto, ardua y sus resultados no se verán en forma inmediata. Con educación, la aplicación de las leyes, el trabajo sostenido en el terreno social y el respeto por la dignidad, se puede construir la esperanza.