Mirada del padre Miguel Galland
“No me haga hablar”, dice el párroco de la iglesia Santo Cristo de la Banda del Río Salí, Miguel Gustavo Galland. No quiere hablar, pero no puede no hacerlo, a él también le hierve la sangre. “Se ha planteado una verdadera lucha de clases: los que tienen contra los que no tienen. Esto ha abierto heridas muy profundas”, dice.
Durante dos días vio cómo los vecinos caminaban por las calles con armas como esperando el ataque. “Venían con palos y machetes”. Él lo sabe: muchos el domingo estarán participando de la misa. Saqueadores y saqueados.
“La gente se me acercaban y me preguntaba: ‘¿Qué opina, padre?’”, recuerda el párroco. En 28 años al frente de esa diócesis dice que jamás vio algo así. Los vecinos buscaban una respuesta en él, pero en el fondo querían que apoyara esa carrera armamentista que se había iniciado en una ciudad que el lunes y el martes fue un campo de batalla.
“Es cierto que los saqueos están mal. Un cristiano no puede ser saqueador, pero tampoco la solución es armarse para enfrentar una lucha que cada vez va a ser más encarnizada”, reflexiona.
Galland no es optimista sobre lo que se viene, sobre todo porque en unos días llega la Navidad, pero también el aniversario de los primeros saqueos de 2001. “Lo de estos días no es paz, sino una calma momentánea”. Y se pregunta: ¿Cómo unimos a nuestra sociedad? “Solo se puede dar un cambio de fondo: ‘Ámense los unos a los otros como yo los he amado’”, repite. Esa frase sintetiza lo que no hubo estos días: amor.
Nadie pidió asilo en la iglesia durante las corridas, cuenta el padre, pero las puertas estuvieron abiertas para los que iban buscando una respuesta. “En la cara de la gente se veía angustia, bronca y desesperación. Lo único que pensaban era en armarse y levantar barricadas”, relata.
“El gobierno tiene que tomar conciencia de que es mejor el que genera fuentes de trabajo y no el que reparte mercadería y planes. Cristo dijo: ‘Ganarás el pan con el sudor de tu frente’”, dice el sacerdote. Y eso es lo que el percibe que está faltando, la dignidad que da el trabajo. “Se ha manipulado la pobreza”, dice con decisión. “Los funcionarios, incluido los policías la han usado para fines espurios”.
En sus palabras hay dolor y desde ahí pide algo que suena imposible: perdonar al que robó, al que saqueó. “Cuando el hombre se sienta respetado y tratado como ser humano y vea que se respeta su dignidad no habrá más saqueos”, concluye.