Los informes periodísticos respecto de que las armerías instaladas en Tucumán se han ido quedando sin stock y de que se ha potenciado la demanda de vigiladores privados exponen la fachada de una realidad que ha calado hondo en la sociedad y que más temprano que tarde debe resolverse: la incertidumbre y la ausencia de seguridad ha trastocado valores, perspectivas y el espíritu de convivencia de nuestra comunidad.

La fiebre por la compra de armas y la búsqueda de un servicio privado para la vigilancia de empresas y viviendas ante el abandono de la custodia ciudadana por parte de la Policía y el pánico generado por los saqueos pone de relieve una mezcla que estaría significando que no sólo se rompió los lazos de confianza con el Estado y uno de sus instituciones, sino que se potenció la aparición de los instintos básicos del ser humano con la determinación de suplantar una de las responsabilidades centrales del Gobierno. Aun cuando pueda entenderse esta reacción comunitaria frente a circunstancias tan extremas (habrá que asumir que la venta de armas se realiza con apego a toda la legislación vigente, respecto de la postración y uso) está cada vez más claro de que nos enfrentamos ante una “normalidad” de valores socioculturales invertidos y trastocados, garantías constitucionales abandonadas, derechos conculcados, obligaciones y responsabilidades desatendidas.

El llamado de la vicaría para la solidaridad de la Pastoral Social de la Iglesia Católica de Tucumán que señaló que “los conflictos deben preverse” y que la responsabilidad de lo “ocurrido no recae de la misma manera en todos los integrantes de la sociedad”, porque “en primer lugar, al ser los gobernantes los primeros promotores del bien común, tienen el máximo de responsabilidad por lo sucedido” es una clara advertencia, pero sobre todo un camino que debería transitarse para comenzar a resolver una crisis cuyos antecedentes y causas no parecen merituarse cabalmente. Si no hay un diagnóstico profesional y responsable sobre las causalidades de lo ocurrido las respuestas tampoco llegarán a ser las más adecuadas y eficaces.

La recuperación de la tranquilidad social no debiera ser una ilusión inalcanzable; una agenda de trabajo en base a la admisión de responsabilidades institucionales por parte del Gobierno y una convocatoria al diálogo intersectorial y con representantes de todas las organizaciones sociales y políticas puede ser el principio de una hoja de ruta que desemboque en la construcción de respuestas de fondo, de base estratégica y esperanzadora. ¿La explosión de estos días aciagos ha sido una reacción oportunista de personas que trasiegan su vida entre los márgenes del delito? o ¿no será que estaría exponiendo un déficit estructural y soberanamente profundo de la parte más baja de la pirámide social que lejos de los valores de la convivencia, el trabajo, la educación y el acceso a bienes culturales, y ante una conjunción de hechos circunstanciales se sienten compelidos al saqueo? Pero, ¿qué de aquellos que se arman con la pretensión de ejercer justicia con mano propia? El Gobierno tiene la oportunidad de reconducir este trance, reorientar las expectativas, devolver esperanzas y proyectos. Y habrá de ser también la sociedad, en una actitud de autocrítica superadora y generosa quienes aporten lo suyo: regresar al espíritu de la Constitución, la civilidad y a los principios fundacionales de la Nación que no son otros que el respeto, la tolerancia, la libertad y el rechazo a la violencia.