Por Fabián Soberón - Para LA GACETA - Tucumán

Ramiro vive en Barcelona. Viaja miles de kilómetros y visita a sus padres y a su abuela en Tucumán. Ramiro es artista y trabaja en un banco. Vive en Barcelona desde hace años. Él no conoce mi última casa. Lo invito.

Como si nos hubiéramos visto ayer, repasamos los temas de siempre: el ayer huidizo, el exilio voluntario, la sombra terrible de la desocupación, el arte en un cuaderno y la literatura de los imbéciles. Me cuenta que hace poco lo visitó su amigo Bob, un extraño marchand que le ha comprado su cuaderno rojo, plagado de bocetos originales, una serie utópica sobre niños desangelados y tristes.

En medio de la catarata de palabras, el presente se cuela y los saqueos en los supermercados y en las casas irrumpen en la tupida conversación. Ramiro no está sorprendido. Por teléfono, antes de que nos veamos, me ha contado que los comerciantes que viven cerca de su casa en Tucumán estaban preparados para recibir a los ladrones.

Algunos están parados en los techos de sus casas, dice. Tienen pistolas, bolsas con arena, piedras, armas de todo tipo. Están preparados para todo.

No es para menos, digo.

Mi hijo entra al comedor y trae un auto en la mano. Se ríe, tímido, y luego huye hacia su pieza.

Ramiro no escatima burlas sobre la pobreza en España y sigue durante varios minutos con su prédica. Vuelve a la vida de su amigo Bob, y cuenta una historia inverosímil sobre la casa que tenía en la lejana y bella costa del Pacífico. Como ha ocurrido en otras ocasiones en la kafkiana vida de Bob, la tragedia ha interrumpido el curso de los sucesos: un huracán ha derribado la pequeña mansión marítima.

En el fondo de mi casa, una explosión súbita interrumpe el diálogo como un tren imparable. Salto de la silla. Bruno, mi hijo, empieza a llorar repentinamente. Mi esposa lo reta. Bruno tiene una pistola de agua en la mano. Ha lanzado agua al foco.

El farol se apagó, dice, apabullado, en medio del llanto.

No, vos lo mojaste, dice mi esposa. Por eso explotó.

En medio dolor y de la tristeza por la quemadura sorpresiva del dedo, suena, eufórico, el teléfono fijo. La esposa de Ramiro dice que han declarado toque de queda. Tenemos que salir, urgente, hacia el centro.

Ramiro corre peligro.

Subimos al auto. Salimos a la avenida. La negrura es perfecta y es una máquina que amenaza con sus garras invisibles.

Escasos autos se deslizan en la negrura. Callados, dejamos que la música de la radio se esparza en el vacío. No quiero escuchar. Temo que las noticias sobrecarguen la temible noche exterior. Un lento y murmurante piano acompaña el silencio.

Ramiro no dice nada. Está consternado. Afuera, en las calles, hay un vacío que conmueve. Algunas personas corren hacia sus casas. No hay ómnibus. Unos pocos autos circulan rápidamente.

Ramiro me dice que Barcelona no salió de la crisis.

Desde hace meses repiten que ya estamos en la etapa final, agrega. Pero hace meses que dicen lo mismo.

Los españoles están en crisis siempre, digo, y sonrío.

Como nosotros, aclara. España es un país bananero.

Como nosotros, digo y hago una mueca absurda.

Los dos reímos.

Claro. La única diferencia es que nosotros tenemos conciencia de ser bananeros.

Tras los vidrios vulnerables del auto, el vapor, la furia y el miedo crecen en medio de la lluvia mínima. Ninguna gota puede humedecer la furia.

Dejo a Ramiro en la esquina de su temporario departamento en la ciudad.

No hay un alma en el microcentro.

Cuando subo al auto, pienso en el tramo de regreso. Ahí empieza lo peor.

© LA GACETA

Fabián Soberón - Escritor, crítico

literario, docente universitario.