“Una feliz circunstancia ha querido que este día en que los argentinos comenzamos esta etapa de 100 años de libertad, de paz y de democracia, sea el Día de los Derechos Humanos. Y queremos, en consecuencia, comprometernos una vez más: vamos a trabajar categórica y decisivamente por la dignidad del hombre, al que sabemos hay que darle libertad, pero también justicia. Porque la defensa de los derechos humanos no se agota en la preservación de la vida, sino además también en el combate que estamos absolutamente decididos a librar contra la miseria y la pobreza en nuestra Nación”.
Esa promesa de Raúl Alfonsín -un siglo de libertad, de paz y de democracia- repiqueteó largamente en los oídos de la argentinidad congregada en la Plaza de Mayo. El flamante presidente habló durante 10 minutos desde el balcón del Cabildo. Poco antes había prestado juramento en el Congreso. Cada segmento del sábado 10 de diciembre de 1983 constituyó un pedacito de historia en sí mismo. Así se fue armando aquella jornada catártica e inolvidable, la vuelta de página a una dictadura cívico-militar extendida durante más de siete años.
“Era una fiesta. Festejábamos algo conseguido después de mucha lucha. Estaba el pueblo entero; era el retorno a una nueva era”, afirma Estela de Carlotto. Ella asistió aquel día junto a otras Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Se calcula que sólo en la plaza había alrededor de 100.000 personas. “Pensábamos que el Estado de Derecho iba a recomponer todo lo que había hecho el Estado terrorista -agregó Carlotto-. Pensábamos que nuestra tarea se terminaba”.
El 30 de octubre se habían celebrado las elecciones. Desempolvadas, las urnas decretaron el triunfo de la UCR sobre el candidato del PJ, Ítalo Luder, por cifras contundentes: 51,7% de los votos contra 40,1%. El paréntesis de 40 días, una transición que Alfonsín dedicó a armar su equipo de Gobierno y el régimen militar a apresurar la retirada, llegaba a su fin.
Los ex mandatarios constitucionales Arturo Frondizi y María Estela Martínez de Perón (luciendo un vestido de cuadrillé blanco y negro) ocuparon lugares de privilegio en el Congreso. Alfonsín y el vice, Víctor Martínez, ingresaron a las 8.03 a la Cámara de Diputados. Juraron ante la Asamblea Legislativa, en el marco de una sesión presidida por el senador radical Edison Otero.
Luego Alfonsín -de traje azul y sin canas- leyó su mensaje durante cerca de una hora. Aplausos y vítores lo interrumpieron varias veces. El discurso concluyó de la siguiente manera:
“Todos somos humanos y falibles, pero esta vez contamos con muy poco espacio para el error o la flaqueza. No debemos fallar. No fallaremos. Y si al cabo de nuestros mandatos hemos cumplido con aquellos grandes fines del Preámbulo de la Constitución que alguna vez nos hemos permitido recordar de viva voz como ofreciendo a la gran Argentina del futuro nuestra conmovida oración laica de modestos ciudadanos, entonces, como también lo hemos dicho en más de una ocasión, nada tendremos que envidiar a los grandes personajes de nuestra historia pasada. Porque esta generación, la nuestra, tan hondamente agitada por las luchas y las frustraciones de este tiempo, habrá merecido de su posterioridad el mismo exaltado reconocimiento que hoy sentimos nosotros por quienes supieron fundar y organizar la República. Con el esfuerzo de todos, en unión y libertad, que así sea”.
“Alfonsín se hace cargo de los desafíos del presidencialismo y plantea la necesidad de transformar la institución presidencial en otra cosa. Porque el discurso planteaba una gesta colectiva, el desafío era de la sociedad, y el desafío del Gobierno tenía que ver más allá de su gestión, con la edificación de una casa para todos”, explicó el politólogo Fabián Bosoer. Él participó en la elaboración de los discursos presidenciales durante aquellos años.
Alfonsín dejó el Congreso y se dirigió por Avenida de Mayo hacia la Casa Rosada. Iba en un Cadillac descapotado, acompañado por su esposa, María Lorenza Barreneche, y precedido por una guardia de Granaderos a Caballo. La multitud lo vivaba arrojando papeles celestes y blancos y flores. El Presidente y su esposa se mantuvieron de pie durante casi todo el trayecto. No pararon de agradecer, y Alfonsín hasta se permitió juntar las manos en el típico saludo que había popularizado durante la campaña electoral.
“Buenos Aires estaba de fiesta. Era una fiesta de libertad y paz -sostiene el escritor Marcelo Birmajer-. Hay quienes creen que la violencia es la partera de la historia, que sin violencia no se puede pasar de la opresión a la libertad. ‘Libertad’, escribo, y no ‘liberación’; porque liberación suena a épico, a estallido, a hecho inapelable y definitivo. Mientras que la libertad es ambigua, llena de contradicciones, e incluye el error. La liberación es para las elegías, la libertad es para vivir todos los días”.
Poco después de las 10 el auto arribó a la plaza y le tomó casi 20 minutos dejar al Presidente en la explanada de la Casa de Gobierno, donde lo recibió el jefe de la Casa Militar, contralmirante Ramón Arosa. “Parece el regreso de un rey -opinó un periodista alemán invitado a los actos-. El pueblo argentino es demasiado efusivo”.
“El ingreso se vio dificultado por la gran cantidad de personas que pugnaban por tocar a Alfonsín. También se produjo un altercado cuando llegó a la Casa Rosada el representante de Estados Unidos, George Bush, quien fue ruidosamente abucheado. En contraste, el líder nicaragüense Daniel Ortega fue llevado en andas, mientras los manifestantes coreaban ‘Nicaragua vencerá’. Recibieron además muestras de simpatía los presidentes de España, Felipe González; del Perú, Fernando Belaúnde Terry; y de Bolivia, Hernando Siles Zuazo”. (Crónica de LA GACETA)
Reynaldo Bignone, el último de los dictadores del Proceso, le colocó a Alfonsín la banda albiceleste y le entregó el bastón de mando. El protocolo pronto quedó absorbido por los gestos que el Presidente ofreció desde el estrado del Salón Blanco. En un momento giró a la izquierda y saludó a Luder con una reverencia. El derrotado candidato del peronismo lo retribuyó con una sonrisa.
Mientras tanto, Bignone se retiró discretamente de la escena. El programa de actos indicaba que Alfonsín debía acompañarlo, pero lo cierto es que el dictador abandonó en soledad la Casa Rosada por la salida de calle Rivadavia. El público ubicado en esa zona lo despidió con insultos.
Durante la jura de ministros y secretarios -38 en total- hubo dos casos en los que los aplausos se convirtieron en aclamaciones ruidosas y prolongadas. Acompañaron el juramento del ministro de Trabajo, Antonio Mucci, y del secretario de Energía, Conrado Storani (uno de los fundadores del Movimiento de Renovación y Cambio, la línea interna de la UCR que sostuvo la candidatura de Alfonsín). Además, el flamante ministro de Defensa, Raúl Borrás, estrechó en un abrazo al Presidente. Eran grandes amigos y habían luchado durante los años más difíciles de la historia contemporánea argentina. Borrás murió dos años más tarde.
“El advenimiento de la democracia es algo muy bueno para las relaciones con los Estados Unidos. Se abre una nueva era para la Argentina. El acto de asunción del doctor Alfonsín ha sido corto, emocionante, y me ha impresionado mucho”. (George Bush, futuro presidente de EEUU en 1988)
Alrededor de las 12.30 Alfonsín rodeó la Plaza de Mayo en auto para dirigirse al Cabildo, donde improvisó el discurso durante unos 10 minutos. Desde una columna de la Juventud Peronista que acompañaba a organizaciones defensoras de los derechos humanos se escuchó: “y ya lo ve, y ya lo ve, es la gloriosa JP...” Los silbaron y de inmediato surgió el grito “¡Argentina, Argentina!”
Flameaban banderas de Uruguay, Chile y Paraguay junto a las albicelestes, mientras el viento soplaba desde el Río de la Plata, apuntando al Cabildo. “No te hagás el autoritario que lo de ustedes terminó hace un rato, cuando juró ese señor como presidente. Nosotros lo pusimos ahí con nuestro voto”, le dijo un fotógrafo a un policía que intentaba cortarle el paso.
De inmediato todas las miradas confluyeron en el balcón. Silencio. Era el momento de escuchar.
“Me comprometo nuevamente a trabajar junto con todos ustedes para concretar los objetivos que hemos pregonado por toda la extensión de la geografía argentina, y hacer ciertos esos objetivos que los hombres que nos dieron la nacionalidad nos presentan como un mandato que ahora sabemos está al alcance de nuestras manos. Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.
La desconcentración, pacífica y veloz, dejó la plaza cubierta de papeles, de banderitas y de decenas de miles de ilusiones. A las 16 Alfonsín llegó al Concejo Deliberante Porteño, en cuyo Salón Dorado agasajó a las delegaciones extranjeras. Las actividades del Presidente continuaron después de las 19 en la residencia de Olivos, por donde desfilaron Bush, Siles Zuazo y el primer ministro francés Pierre Mauroy.
Agotadora, intensa, vibrante, la jornada quedó incrustada en la memoria colectiva. Pero fueron gestos, se esperaban hechos, y durante la semana siguiente Alfonsín firmó el decreto 187 que creó la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas). Fue el inicio de le etapa que culminó con el Juicio a las Juntas, símbolo de una Argentina diferente.