Un grupo de prisioneros en Guantánamo que protestaban, mediante una huelga de hambre, por las condiciones en que están detenidos, se quejaron a través de una carta, el 30 de mayo pasado, del trato que le dispensa el personal médico militar. Lo apuntado en la misma contiene uno de los lenguajes más claramente condenatorios contra médicos que tuve oportunidad de leer jamás. Allí se puede leer: "No podemos confiar en vuestro consejo, porque ustedes son responsables frente a sus oficiales militares superiores que les ordenan que nos traten de una forma totalmente inaceptable, y ustedes anteponen su obediencia hacia ellos por encima de su deber médico hacia nosotros. La duplicidad de su lealtad hace imposible que podamos confiar en ustedes". Y añaden: "Si en el futuro continúan como parte de las fuerzas armadas o retornan a la vida civil, ustedes tendrán que convivir con lo que hicieron en Guantánamo por el resto de vuestras vidas".
La participación de médicos y paramédicos en las torturas de prisioneros no es un hecho reciente. Por caso, se sabe que, durante la Segunda Guerra Mundial, médicos alemanes y japoneses mataron a miles de personas con la excusa de que estaban llevando a cabo investigaciones médicas. Como respuesta a esta "experimentación", el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra de Nüremberg juzgó a 23 oficiales alemanes, entre ellos muchos médicos; y catalogó a estas acciones como "crímenes contra la humanidad".
Otro caso típico, más cercano a nosotros, fue el accionar delictivo de personal médico y paramédico, durante el Plan Cóndor en la década de los 70 en Argentina, Uruguay y Chile, y cuya arista más resonante en el orden internacional fue la tortura que recibió el pianista tucumano Miguel Ángel Estrella en el campo de detención uruguayo paradójicamente llamado "Libertad", en donde estuvo involucrado el psicólogo Dolcey Brito.
Las modalidades con que se involucran los miembros del cuerpo médico en estos hechos aberrantes van desde la evaluación del estado de salud del preso antes del inicio de la sesión de tortura hasta la determinación del tiempo en que el torturado puede soportar la vejación sin poner en riesgo su vida. Implica también la reanimación de los presos que quedan inconscientes por el dolor y el castigo, y la participación activa en el proceso de interrogación.
¿Cuáles son los motivos por los que una persona que se comporta normalmente en su vida cotidiana se convierta en un torturador? Y, sobre todo, ¿por qué un profesional que está al servicio de la vida se transforma en un agente de la muerte? La psicología humana todavía le esconde ambas respuestas a la ciencia.
La ética médica establece que los profesionales deben estar capacitados para hacer todo lo posible para aliviar el sufrimiento de sus semejantes. Que, por el contrario, contribuyan a su tortura es una de las más flagrantes violaciones de los principios básicos de la Medicina establecidos por Hipócrates hace casi 2.500 años. En 1948, la Asociación Médica Mundial elaboró la "Declaración de Ginebra" para actualizar el Juramento Hipocrático, que dice, entre otras consideraciones: "Prometo solemnemente consagrar mi vida al servicio de la humanidad y no emplear mis conocimientos médicos para violar los derechos humanos y las libertades ciudadanas, incluso bajo amenaza".
La banalidad del mal
En 1963, Hannah Arendt, la influyente filósofa alemana-judía, reportó para la revista norteamericana The New Yorker sobre el juicio a Adolfo Eichmann en Israel (Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil). En ese artículo, Arendt sostiene que la propensión de hacer el mal no es privativa de las personas fanáticas o sociopáticas sino que, en muchas ocasiones al aceptar órdenes, las personas "normales" pueden infligir enorme daño a sus congéneres sin medir las consecuencias. En ese escrito, la autora acuñó la frase "la banalidad del mal" que tanta polémica desató. En una misma línea que Arendt, Stanley Milgram (1933 -1984), psicólogo social norteamericano, que, en 1963, llevó adelante un famoso experimento volcado en su libro Obedience to Authority: An experimental view (1974), escribe: "Un comportamiento que sería impensable en un individuo que actúa por su propia voluntad, puede ser ejecutado sin miramientos cuando está bajo órdenes". Milgram estaba interesado en determinar si los criminales nazis actuaron por estar de acuerdo con los objetivos del Holocausto, o si, simplemente, estaban actuando de acuerdo a lo que les ordenaban sus superiores, aun cuando esto violaba sus propios principios morales. Basado en los resultados de dicho experimento, Milgram concluyó que los seres humanos normales son capaces de cometer actos de crueldad cuando una figura de autoridad da órdenes, por penosas que fueran sus consecuencias. Si es difícil establecer qué es lo que lleva a personas comunes a infligir torturas en sus semejantes, mucho más difícil es el caso de los médicos, quienes están profesionalmente educados para aliviar el dolor de sus pacientes. Volvemos a inquirirnos, ¿cuál es, entonces, la explicación de la participación de los médicos en la tortura?
Lo que todavía sigue oculto para la ciencia puede, a veces, develarnos la poesía. En su poema La certeza, el poeta salvadoreño Roque Dalton, nos permite tener una idea de la modificación que ocurre en la mente del torturador: Después de cuatro horas de tortura, el Apache y los otros dos cuilios le echaron un balde de agua al reo para despertarlo y le dijeron: "Manda a decir el Coronel que te va a dar una chance de salvar la vida. Si adivinas quién de nosotros tiene un ojo de vidrio, te dejaremos de torturar". Después de pasear su mirada sobre los rostros de sus verdugos, el reo señaló a uno de ellos: "El suyo. Su ojo derecho es de vidrio."Y los cuilios asombrados dijeron: "¡Te salvaste!, pero ¿cómo has podido adivinarlo? Todos tus cheros fallaron, porque el ojo es americano, es decir, perfecto". "Muy sencillo" -dijo el reo, sintiendo que le venía otra vez el desmayo- "fue el único ojo que no me miró con odio". Desde luego, lo siguieron torturando.
Dilución de la memoria
También el psiquiatra norteamericano Robert Jay Lifton ha estudiado extensamente sobre este tema y sus conclusiones, publicadas en su libro Los médicos nazis: La matanza bajo supervisión médica y la psicología del genocidio (1986), pueden ser aplicadas a los actos de tortura cometidos por personal de la policía militar del ejército de EEUU y por los médicos y paramédicos durante la Guerra de Irak, en la prisión de Abu Ghraib, entre fines de 2003 y principios de 2004. Estas violaciones son parte de una estructura que permite, estimula y organiza la tortura hasta un grado tal que se convierte en la norma de lo que Lifton denomina "situaciones provocadoras de atrocidades". De tal manera, personas normales, en este caso los médicos, incorporan su componente específico a estas situaciones participando activamente en actos de crueldad.
En un artículo publicado en la revista Torture, Jesper Sonntag confirma el punto de vista de Lifton y añade que entre los factores que explican la participación de los médicos en las torturas se pueden mencionar los factores individuales (carrera profesional, razones económicas o ideológicas), las amenazas, y el fenómeno de doble lealtad: a la profesión y a la estructura militar en la que están inmersos.
Dentro de esa misma perspectiva, Richard Goldstein y Patrick Breslin añaden: "La mayoría de los médicos implicados en la tortura parecen estar atrapados en enormes máquinas de gobierno y descienden gradualmente a la cámara de tortura, impulsados por una combinación de miedo, debilidad y autoengaño, que son tristemente humanos".
A propósito, Norberto Liwsky, un médico argentino que había sido secuestrado por los militares de la última dictadura y que fue torturado con la complicidad de un colega llamado Héctor Jorge Vidal, me dijo durante una conversación en Nueva York: "Nadie participa en la tortura sin antes pasar por un proceso de justificación de los valores éticos, incluso antes de que entren en la cámara de tortura".
Una reflexión final. Denise Epstein, hija de la célebre novelista Irène Némirovsky, quien pereció en Auchswitz, alerta sobre el peligro de la "dilución de la memoria". Llama así al proceso por el cual los hechos dolorosos pasan al olvido o no retienen su vigencia original.
Ello nos obliga a analizar y recordar estos fenómenos si queremos evitar que la "dilución" de estos hechos nos haga, de nuevo, víctimas de atrocidades que muestran los aspectos más nefastos de los seres humanos.
© LA GACETA César Chelala - Médico y periodista. Coganador del premio Overseas Press Club of America por sus publicaciones en The New York Times. Notas:
1- Cuilio: policía.
2- Chero: amigo