-Hola, me llamo Nicolás y soy adicto al picante.
- ¡Hola, Nicolás!
El pequeño diálogo podría encajar en un grupo de autoayuda pero ni me considero un enfermo ni estoy tratando de encontrar la cura. Lo único que busco para mis comidas es que sean picantes.
Todo empezó con mi papá, boliviano de nacimiento y picantólogo por herencia. En Cochabamba, así como en todos los departamentos de la hermana nación, una mesa digna de almuerzo o cena no es tal si no tiene un pocillito con "llajwa", una salsa picante hecha a base de locoto, el ají por excelencia allí. Y es sólo el comienzo, porque cuando llega el plato principal, el condimento aumenta.
Años viendo cómo amaestraba a su paladar me sirvieron y aquí estoy. Traté de brindarle la mejor educación al mío y no me decepcionó. Por ejemplo: el picante de cualquier sanguchería no basta, pero ojo: aquí no entra en juego la masculinidad o la calidad de "macho". Los fanáticos del picante no jugamos a ver quién aguanta más sin llorar; sólo queremos más sabor.
Dicen que los adictos no pueden salir de su casa sin algo de su dosis y... sí. Un asado no es un asado si no llevo la salsa de locoto o los chiles habaneros. ¿Y si nos olvidamos? Uno sabe que puede ser inútil pero con la pregunta al anfitrión o al mozo no perdemos nada. "¿No tendrá una salsita picante?".
En un viaje a México (mis respetos a sus paladares también) conseguí uno para pizza. La salsa de las pastas debe picar y las empanadas por más que nos quieran hacer creer que las hay suaves y picantes, sólo existen en una forma: picantes. Como deberían ser todas las comidas.