Por Cristina Bulacio - Para LA GACETA - Tucumán

¿Qué hizo que Francisco se transformara, apenas en meses, en un líder mundial reconocido por todos los poderes? ¿Qué necesidad social se puso en evidencia? ¿Por qué este fenómeno? Quizás llegó en el momento en que nuestra civilización globalizada, violenta, escéptica, inscripta en un universo tecnológico, abarrotada de palabras inútiles, enloquecida por el consumo, asqueada de los excesos de poder, agotada del incremento de la pobreza y la exclusión de la que tanto hablan los políticos, necesitaba un líder; o quizás, simplemente, necesitaba un hombre que hable con verdad. Francisco es las dos cosas, un hombre veraz y un auténtico líder mucho más allá de su condición de Jefe de la Iglesia Católica a nivel mundial.

Religión viene de religio, y alude a la unión -religar, atar, vincular- del hombre con lo divino. En este corto tiempo de su papado, Francisco ha vinculado a los hombres entre sí, ha unido a la sociedad. Justamente, por haber superado los límites de la grey católica alcanzó la estatura necesaria para hablar al mundo. Francisco ha dado el salto -más allá de la esfera de una religión determinada- hacia todos los hombres y todas las religiones.

La inmensa carga de humanidad que conllevan sus palabras y sus acciones son prueba de ello. Y cuando digo humanidad pienso en los rasgos más excelsos de la condición humana: grandeza de espíritu, amor, perdón, diálogo, solidaridad, esperanza en el futuro. Deliberadamente no incluimos la fe porque se la confundiría con la fe religiosa; no, el Papa Francisco habla de la fe en un sentido mucho más amplio que la sola religiosidad, pregona la fe en la vida misma, en el otro, en los jóvenes, en los proyectos, en la patria, y, por cierto también -o mejor, como base de todo ello- nos habla de la fe en Dios. Esto hace de Francisco un revolucionario. Dice y hace lo que dice.

Y todo o casi todo lo que dice es tanto para católicos fervientes, menos fervientes, como para musulmanes, judíos o simplemente incrédulos y agnósticos. Es decir, los hombres de buena voluntad y espíritu limpio, los hombres que quieran ser mejores en su paso por la vida. Las palabras de Francisco poseen una dimensión tan profunda y al mismo tiempo tan simple que conmueven. Testimonio de todo esto es el libro Nuestra fe es revolucionaria, selección de Virginia Bonard, que reúne fragmentos de homilías del entonces cardenal Bergoglio. Mientras estuvo en Brasil, Francisco ha eclipsado a todos los políticos por una razón muy sencilla: sus palabras no son vacías. Se escucha en ellas la convicción del hombre solidario, generoso, con mística para con el otro; se escuchan también advertencias sobre la necesidad de volver a encontrarnos con nosotros mismos y, al mismo tiempo, encontrar a Dios en nuestros corazones; es posible que lo hayamos olvidado, nos dice, engañados por los ruidos y la distracción del mundo.

Pero tampoco llama al silencio y al recogimiento; por el contrario, convoca a los jóvenes con alegría: "vayan a hacer lío". Él quiere despertar y ponernos alertas; busca transformar las viejas consignas de una Iglesia dormida y silenciosa y a veces principesca. Francisco aspira abrir las puertas del templo para que ingresen muchos más hombres de buena voluntad porque la fe está más allá de un credo. Pero no todos son halagos, también deja en claro que los hombres deben tener conciencia de su fragilidad, de su debilidad, de su inclinación al error y de la posibilidad del fracaso; si lo sabe lo podrá superar, caer y volver a levantarse. Francisco piensa en aquellos que, lejos de los poderosos, creen que el lado luminoso de la vida que no es dinero ni poder, sino dignidad y amor.

Una Iglesia distinta

Francisco ha venido a despertar conciencias, a tornar inútiles las viejas estructuras, a hacer temblar la antigua Iglesia y los espíritus conservadores, temerosos de los cambios, refugiados en la seguridad de viejas consignas. La Iglesia del siglo XXI sin duda será distinta. Ya lo es. Es una iglesia que abre sus brazos a todas las criaturas que quieran vivir su vida auténticamente.

Los cambios nimios que ya vimos -desde los zapatos rojos a las capas con armiño que se negó a usar-, son el indicio de lo que cada vez se hace más patente: ha venido a traer una buena nueva: que el hombre es bueno y que, si lo desea profundamente, puede vivir en armonía con otros hombres aunque no ejerza un credo determinado. Y esto hace de Francisco -verdaderamente- un revolucionario. Sin embargo, no es un "revolucionario" tradicional -la Iglesia es una Institución conservadora por naturaleza, con más de 2.000 años de existencia-, sino un hombre que confía en que la "revolución" tiene la dimensión de "comprometer", "religar" lo divino con lo humano. Invoca una prescripción kantiana, el hombre debe vivir con la ley moral en el corazón: acércate, siempre habrá para vos amor y tolerancia, parece escucharse como la mayor exigencia.

Desdeñar el poder, abrir el templo a todos los hombres, creyentes o no, pensar en el pueblo -y ocuparse en serio de la pobreza- es la gran "revolución" de Francisco.

© LA GACETA Cristina Bulacio - Doctora en Filosofía, profesora consulta de la UNT.