A sus 24 años, Alberto Yapur tiene claro que la vida es una cátedra. Si no fuera porque una bala le atravesó los ojos, él jamás habría tenido que aprender, a los 14 años, a servirse un vaso de agua a ciegas y sin derramar sobre el mantel.
El primer encuentro con él ocurre en una confitería de mesas antiguas situada cerca del edificio de los Tribunales, al sur de San Miguel, la capital de Tucumán, una provincia ubicada al Norte de la Argentina que tiene sus calles con naranjos. En esa zona, se ven mujeres que han planchado su pelo. En las conversaciones callejeras se oyen palabras como legal, juez o fiscalía, y los bares se llaman Primera Instancia o Sentencia.
Alberto separa su taza del plato, sorbe un trago y vuelve a depositarla en la porcelana. No ha tenido dificultad para agarrar el utensilio porque -explica- uno de sus ojos le permite distinguir contrastes, como el del café oscuro dentro de la jarra blanca. Tampoco le ha costado llegar a donde estamos ahora: en cada oportunidad ha encontrado quién lo ayude a cruzar. Lo que sí se le hará difícil -adelanta- será volver a su casa, situada en Yerba Buena, comarca distante a unos 11 kilómetros, al pie del cerro San Javier.
- Me voy de noche. Viajo en colectivo. Bajo en la avenida Aconquija y camino cuatro cuadras. Son 400 metros, pero no hay ni 50 de veredas.
Alberto es un joven de ojos vivaces. Su cabello es corto y deja al descubierto las sienes. Tiene el título de licenciado en Filosofía, y además va a recibirse de psicólogo. Transcurre sus mañanas en esos parajes de abogados porque trabaja en una dependencia judicial. Luego va al gimnasio, donde entrena su cuerpo menudo. Y al atardecer camina hasta la universidad. Sueña con completar un ironman, la prueba más difícil del triatlón, que consiste en algunos kilómetros de natación, de ciclismo y de trote. El sueño no se le ocurre antojadizo: ha corrido carreras, nada y anda en bicicleta.
- Puedo hacerlo gracias a mi familia y a mis amigos, que me prestan sus ojos -cuenta. Cuando quedó ciego, no sólo debió aprender a alimentarse de nuevo, sino también a que sus pies talla 44 trotaran. Había resuelto que iba a hacer deportes porque -piensa- ahí se cruzan el sacrificio y la satisfacción. Como en la vida misma.
Cuando habla, introduce la quijada en su mano derecha, en una cavidad formada con los dedos índice y pulgar. Apoya el codo en la mesa. Se acuerda, como si fuese ayer, de las tardes de su infancia, esas en las que montaba una bicicleta y partía por callejones polvorientos.
- Yerba Buena era un pueblo... ahora es una ciudad, pero sin veredas -reflexiona. ¿Cómo hace Alberto para abrirse paso en la vida? Eso está por verse.
- Te espero mañana en la noche. Acompañame a casa -dice, y comienza a caminar a través del pasillo de mesas.
***
El segundo reportaje empieza, entonces, en la institución educativa a la que asiste. A esa hora, 21.30, la explanada de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino se encuentra atestada de estudiantes que charlan, mascan chicles y fuman cigarrillos. Enseguida sale Alberto: baja con prisa unos escalones, como si los estuviese viendo. Sabe de memoria cuántos y cómo son. Luego camina hacia la parada del colectivo. Una fila de viajeros espera su ómnibus. Alberto sube primero.
- Flaco, dale el asiento -le pide el chofer a otro pasajero. Alberto agradece, pasa de largo y se sienta en las butacas del medio. Ha desarrollado aptitudes útiles para él. Infiere, por ejemplo, que ha cruzado la rotonda de El Cristo cuando distingue, a su derecha, unos destellos correspondientes a una estación de servicios. Luego cuenta los reductores de velocidad que anteceden al lugar donde debe descender.
- Ahora viene un lomo alto. Después de ese, bajamos -dice al cabo, y se pone de pie.
En el camino que separa a Alberto de su casa no hay veredas. O, si las hay, es preferible enfrentar los peligros de ir por la calle antes que poner un pie en una de estas pasarelas rotas y angostas. Así que él comparte la senda de los coches que van y vienen en ambos sentidos. Lleva su bastón verde por delante, más para que lo vean que para guiar sus pasos.
Son las 10.30 de la noche. A esta hora no hay gente afuera. A los raquíticos faroles del alumbrado público no les alcanza con su resplandor para remolcar la negrura de la noche. De no ser por una verdulería que ha permanecido abierta, no hubiéramos cruzado a ninguna otra alma. Sus dueños, cuenta Alberto, suelen tener la cortesía de salirle al paso para indicarle cómo avanzar.
Hace unos minutos, cuando estábamos detenidos conversando, han pasado un ómnibus y un camión. Alberto dejó de contar lo que venía diciendo para aclarar que, cuando oye esos motores, más o menos se arroja junto al cordón. Habitualmente, va alejado de los bordes porque corren aguas pestilentes. Ahora nos aprestamos a cruzar la última esquina, tapada de moho.
- Esa es mi casa- dice. Señala delante suyo a la única vivienda de la cuadra rodeada de aceras.
Hemos caminado 569 pasos, desde que cruzamos la avenida Aconquija hasta que llegamos aquí. ¿Qué son 569 pasos con los ojos cerrados? ¿Qué son 569 pasos junto a ómnibus, camiones y autos? ¿Qué son 569 pasos si en cada cruce el hormigón parece una pista de patín? ¿Qué son 569 pasos en soledad? Vistos por él, nada. Está acostumbrado. Vistos por esta cronista, es el número de la discriminación. Con todo, Alberto no reniega. Desde ese día en que una bala le entró por un lado de la sien y le salió por el otro, tiene claro que la vida es una cátedra.
Su primera muerte fue el jueves 18 de agosto de 1988. Ese día Marcos Sotelo terminó de almorzar, dormitó un rato y caminó hasta el vestíbulo, como hacía cada siesta. Ahí estaba Ricardo, su padre, subido a una moto encendida. Le preguntó si había guardado el cuaderno en la mochila, y él asintió con la cabeza. Después trepó al ciclomotor.
- Agarrate -le dijo el hombre, y partieron de su casa de rejas bajas, localizada en la ciudad de Yerba Buena, rumbo al este. Era la hora del día en la que las calles quedan desiertas. La moto iba segura, despacio, solitaria. Hasta que, unas cuadras antes de su destino, un camión apareció tras ellos. Marcos sintió un súbito peligro. El coche los sobrepasó y se atravesó. El padre intentó girar, la moto derrapó y ambos fueron arrojados al cemento.
Marcos iba a cumplir 12 años. Estaba tendido en el piso, boca arriba, aturdido. Le dolía la cabeza. Ricardo se había arrodillado junto a él. Todavía hoy, Marcos conserva en la memoria retazos de lo que pasó luego. Se acuerda del chofer del camión. Se acuerda del gentío. Se acuerda de los hombres acarreando un cartel de rotisería. Se acuerda de unos socorristas voluntarios que lo levantaron a pulso y lo acostaron sobre el letrero.
Después vinieron los médicos y las enfermeras. Marcos ignora cuántas veces lo condujeron ese día por un pasillo, desde la guardia hacia la sala de radiografías, y viceversa.
Tactactactactac. Sonaban las ruedas de la camilla golpeteando el piso irregular. Cuando cayó la noche, se le reveló el tamaño de su desdicha: primero dejó de sentir los pies, después las piernas y, finalmente, la insensibilidad alcanzó el pecho. Entonces, supo lo que es morir y volver a nacer.
- Ahí empezó mi vida con una discapacidad.
***
Hay un barrio modesto, hay una casa de rejas bajas, hay una mesa de comedor rectangular. Y en un extremo de la mesa hay un hombre en una silla de ruedas. Habla con los brazos cruzados sobre el pecho inflado, como suele hacerlo el futbolista Diego Maradona. El hombre es Marcos. Han pasado más de dos décadas desde aquella tarde aciaga. Tiene ahora 37 años y durante todo este tiempo ha debido aprender muchas cosas. Y cuando Marcos -ojos oscuros, dramáticos y ensimismados- dice muchas cosas, piensa en aquel niño que jamás volvió a ponerse de pie.
Después piensa en la andadura permanente por los hospitales. En las obras sociales que transformaron lo ocurrido en un castigo. En los fisiatras que intentaron enseñarle a pasar del piso a la silla, a rastras. Del inodoro a la silla, a rastras. De la cama a la silla, a rastras.
Y en el equipo de básquet en silla de ruedas de un complejo deportivo, al que se incorporó a los 14 años. Con ellos, Marcos encontró la oportunidad de sobresalir. En 1996, vistió la camiseta de la selección argentina de básquet en silla de ruedas en los Juegos Paralímpicos de Atlanta. Eso sí, aunque les haya anotado 29 puntos a los japoneses en unas olimpíadas, arriesga demasiado cuando anda por su tierra.
Es que donde él habita casi no hay veredas. Cualquiera que haya nacido ahí sabe que, en general, la gente se acostumbra a ello. Pero cuando te faltan las piernas, la ciudad sin veredas hiere las manos. Acalambra los músculos de los brazos. Y maltrata el alma.
Marcos piensa en el banco estatal donde cobra su sueldo. Para entrar, tiene que aguardar a que alguien se compadezca de verlo detenido bajo las escalinatas, con las mandíbulas apretadas, porque no hay ninguna rampa.
- ¿A quién te gustaría sentar en una silla de ruedas?
- A todos. Nadie está exento de una discapacidad. ¿Viste el escalón del umbral?
- No.
- Es pequeño, debe tener unos tres centímetros. Ni te diste cuenta de que está ahí, pero para mí es una complicación. Imaginate lo que significa subir o bajar un cordón.
El sol entra a través de la puerta del comedor y hace resplandecer el aluminio de la silla de ruedas. Claudia, la madre, se acerca y ofrece café. Su marido está afuera, en el porche, con las perras Fiona, Daisy y Lola. Desde hace un rato se empeña en arreglar uno de los tres coches de la familia. Uno de esos autos ha sido adaptado para que el hijo conduzca hasta su trabajo. Tiene una caja de cambios automática y unas palancas de freno y de arranque colocadas al alcance de la mano.
Para subir al vehículo, Marcos tiene que pasarse, primero, desde su silla hacia el asiento del acompañante. Luego debe quitarle las ruedas, una a una, y dejarlas en la butaca trasera. Después, tiene que colocar las palmas hacia abajo, apoyarse en ellas y arrastrarse hasta el lugar del conductor.
- Estuve tres años viendo cómo hacerlo. Y me resultó más fácil aprenderlo que salir en silla de ruedas por Yerba Buena -dice. Pero Marcos no se queda en su silla. Para pararse ante el mundo no necesita que sus pies talla 39 lo sostengan.
- Hola.
- Hola, buenos días. Estoy buscando a Mariela González.
- Si, soy yo. ¿Quién habla?
Del otro lado del teléfono, una voz sigilosa me pregunta -se pregunta- quién la busca, porqué la busca.
Estoy escribiendo sobre Yerba Buena, una ciudad sin veredas -le digo. Cuando escucha eso, pierde la prudencia y me cuenta que cada mañana lleva a sus hijos al colegio a pie. Que con una mano empuja el coche en el que duerme Delfina, de dos años. Que con la otra toma a Valentina, de cuatro años. Y que a veces también va Juan Ignacio, de nueve años. La interrumpo y le propongo unirme a la travesía.
***
Al día siguiente, a las ocho en punto, espero a que salga de su casa. Con tanto frío, confío en que no va a demorar. El sol -que promete ser tibio- pinta franjas en el saliente de un color tan hermoso que no se ha inventado una palabra para definirlo: una mezcla de naranja, fucsia y rosa.
A los minutos, Mariela asoma en el umbral. Tiene los ojos grandes, viste un pantalón marrón y calza unos zapatos gastados porque -justifica- aquí unas botas delicadas se romperían en media cuadra. La beba ha sido sujetada a su cochecito y viene chupándose los dedos medio y anular, a la vez. Y a la niña le han lustrado sus mocasines negros talla 29. En el trayecto de ida desde su casa, ubicada al norte de la avenida Aconquija, y la escuela, situada al sur, hay unas 10 cuadras. Mariela explica que emplea unos 20 minutos en llegar y que siempre hace la misma ruta.
Nos corresponde transitar, primero, por una vereda angosta, en la que cabemos una detrás de la otra. El coche abre el paso. La madre lo empuja. Va haciendo presión sobre el manillar para que las ruedas delanteras queden levantadas. De ese modo, utiliza para el desplazamiento sólo las de atrás; de lo contrario, el carro se clavaría en cada ranura de cemento rotoso. La fila se cierra con Valentina, que arrastra una mochila rosa, de esas con ruedas pequeñas y ruidosas.
Al rato, la vereda se acaba y seguimos por una pasarela de pasto crecido hasta los tobillos. Mariela cuenta que, en una oportunidad, iban por un sendero similar y de repente la niña cayó en un pozo que la hundió hasta la cintura.
Después bajamos por una pendiente. Continuamos en la calle, junto al cordón. A Mariela la asusta el pensamiento de que su hija dé un paso en falso en momentos en que pase algún auto. Así que con una mano la sujeta a ella, y con la otra impulsa el carrito. Ahora nos aprestamos a vadear una esquina. Valentina, que había permanecido en silencio, grita:
- ¡Nos vamos a mojar!
- Sí, ya pasamos por otro lado- la tranquiliza la madre, habituada al reguero de agua que brota desde una alcantarilla defectuosa. Son las 8.25 de la mañana. Hace 15 minutos que salimos de su casa y aún nos faltan unas calles. Hemos llegado a la avenida Aconquija y tenemos que cruzarla sin policías de tránsito que nos despejen la carretera. Mariela conjetura que deben estar desayunando. Una mirada hacia la derecha, otra hacia la izquierda: los autos van y vienen a los estampidos.
Amagamos.
Retrocedemos.
Volvemos a amagar.
Vacilamos.
Y cruzamos.
Al fin, estamos del otro lado. En tres cuadras más, Valentina ocupará una silla enana dentro de su salita.
- ¿Para qué te gustaría que hubiera veredas?
- Para que Valentina no vaya por la calle. Para que el coche de Delfina no se trabe. Para caminar tranquila.
Llegamos al colegio cuando los alumnos se encuentran dentro. Valentina se despide de su mamá y entra sonriente. Olvidó que sus zapatos lustrados se habían mojado en una esquina.
Nada insignificante sucede en una vereda.
Una chica espera su colectivo con un tapado de paño, los botones abrochados y las botas altas.
Una rubia con zapatillas atléticas va moviendo su cola.
Un viejo picotea con un bastón y apenas despega sus zapatillas marineras del suelo.
Una señora de alpargatas absorbe el polvo con un mechudo.
Un niño se detiene a atarse un cordón.
Una anciana de pelo tinturado y mocasines carga una bolsa de supermercado.
Un taxista de ojotas baja del coche y estira las piernas.
Un hombre con zapatillas gastadas cruza por la esquina.
En algún momento, todos estuvieron en el mismo lugar. Caminaron sobre las mismas baldosas, unas que quedan delante de un shopping, frente a una avenida que nunca descansa. Ellos pudieron hacerlo porque no son ciegos ni usan una silla de ruedas. Pero ni Alberto ni Marcos las han pisado.
En Yerba Buena, las veredas son únicamente para aquellos que pueden esquivar los postes de luz atravesados. Que no tropiezan con los desniveles. Que caben en su angostura. Que no necesitan de una rampa. Que saben trepar los 20 centímetros de altura de un bulevar.
Pero cuando un cordón es una montaña, da lo mismo que te calces unas botas de goma o unos zapatos. Ni los pies talla 44 de Alberto, talla 39 de Marcos o talla 29 de Valentina pueden salir ilesos. Para ellos, cruzar la avenida es jugar a la ruleta rusa. Subir una platabanda es un examen de destrezas físicas. Y caminar por las calles junto a conductores que pisan el acelerador hasta llevarlo a 90 kilómetros por hora es una lección de valor.
¿Qué son tres personas en una ciudad de más de 100.000 almas? Un número inexistente. Pero si cerráramos los ojos por un segundo y pusiéramos a todos los Albertos, Marcos y Valentinas juntos, al abrirlos hallaríamos mucha gente.
Es que no se trata sólo de un problema de discapacitados y de madres con coches, sino de muchos más que no pueden caminar tranquilos hacia la escuela o hacia el trabajo. Somos todos los que al dolor o a la dificultad le añadimos una humillación.
Alberto, Marcos y Valentina somos todos.