Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI le cerraron la puerta a la posibilidad de que los católicos divorciados que volvieron a casarse reciban la Eucaristía. Pueden ir a misa, pero no comulgar. "Deben hacerlo en forma espiritual", aconsejaron los pastores. La explicación es sencilla: para la Iglesia las segundas nupcias equivalen al adulterio. Ergo, esos fieles viven en pecado.

La elección de Francisco motorizó la expectativa de esa innovación bloqueada por los Papas anteriores. Wojtyla y Ratzinger le pusieron un freno al impulso renovador de Paulo VI y del Concilio Vaticano II. ¿Está dispuesto el nuevo Pontífice a revisar el tema?

Se sabe que en numerosas parroquias los divorciados comulgan. Lógico, con la anuencia de sacerdotes y obispos. En algunos países, como Alemania y Austria, la práctica está tan incorporada que casi no se discute.

En abril se disparó el rumor de que Francisco le había encargado a Vincenzo Paglia, titular del Pontificio Consejo para la Familia, que encontrara una solución. El Vaticano lo desmintió.

La Iglesia, que es madre y maestra, hace equilibrio para no soltarles la mano, pero la sangría de esos fieles es incesante. Los tradicionalistas se oponen a cualquier cambio. En esas olas surfea Jorge Bergoglio.