Como parte de los festejos por el 25 de Mayo, el Monseñor Alfredo Zecca protagonizó el Tedéum en la en la Iglesia Catedral.
En su homilía, Zecca se refirió, entre otros temas, al respeto por la vida. "El reconocimiento y respeto por la vida humana desde el momento de la concepción, está protegido por la Constitución Nacional y por la Constitución de la Provincia de Tucumán y, sin embargo, es, en ocasiones, desconocido cuando se practican abortos, supuestamente justificados, pero que, a pesar de invocar principios jurídicos que supuestamente los legitimarían, violan el quinto mandamiento mosaico que nos obliga a no matar", dijo.
"La exclusión, la marginación, la extrema pobreza, la falta de una auténtica cultura del trabajo, el desprecio por la vida humana, son datos que nos dicen que hay aquí mucho que lograr todavía", agregó después, en referencia a objetivos todavía pendientes del gobierno local y nacional.
"Al concluir estas reflexiones quisiera encomendar a Dios al pueblo argentino, a la Nación y a la Provincia y, especialmente, a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, para que, cumpliendo con eficacia, honradez, independencia y mutua articulación, puedan conducir al pueblo hacia el bien común de modo que, como rezaba el joven Rey Salomón el Señor les conceda a todos un corazón dócil para juzgar a su pueblo y distinguir el bien del mal. Que así sea", terminó su oración.
LA HOMILÍA COMPLETA
Estamos conmemorando, en la Iglesia Catedral de esta histórica ciudad de San Miguel de Tucumán – y en horizonte del bicentenario del nacimiento de la Patria - un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo.
Saludo a los Señores Vicarios Episcopales que me acompañan y a las autoridades civiles y militares presentes. De modo especial va mi cordial saludo al Señor Gobernador de la Provincia, a su Señora Esposa y Senadora de la Nación y al Señor Intendente.
El Te Deum es una oración de acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos. Damos hoy gracias a Dios por la Patria que nació al abrigo de la fe en Dios, fuente de toda razón y justicia, cuya protección invoca el preámbulo de nuestra Constitución Nacional. En nuestra oración invocamos también la protección divina sobre nuestro pueblo y nuestras autoridades.
El Apóstol San Pablo, como acabamos de escuchar, recomienda a su discípulo Timoteo “que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por los hombres de toda clase, por los jefes de estado y por todos los gobernantes, para que podamos llevar una vida tranquila y de paz, con toda piedad y dignidad” (1Tim 2,1-2).
La Iglesia, en efecto, desde sus más remotos orígenes en Israel siempre rezó por el Emperador, pero jamás le rindió culto. Lo hace, convencida de que todos, sin excepción, estamos bajo la protección y el poder de Dios a cuya providencia nos confiamos y a la que encomendamos, de modo especial, a quienes tienen la responsabilidad de velar por el bien común.
En esta celebración de acción de gracias a Dios, recordamos que hace poco más de doscientos años, un grupo de personas decidieron gobernarse por sí mismos, dadas las circunstancias políticas y económicas que se vivían en Europa en aquel momento. La declaración de la independencia y las luchas subsiguientes vendrían, ciertamente, después, pero lo que no podemos negar es que en 1810 se inicia un proceso irreversible en que los hombres de mayo comenzaron a preguntarse qué tipo de pueblo querían ser.
Hoy, en medio de los festejos del Bicentenario, esa pregunta sigue más vigente que nunca: ¿qué tipo de pueblo queremos ser los argentinos? ¿Cuál es el fundamento de nuestra unión? ¿Hacia dónde apuntamos nuestros esfuerzos? Porque la conformación de un pueblo requiere perspectiva, fundamento y esfuerzo.
La definición de la ley, acuñada en la tradición eclesiástica más remota, expresa que la misma es “el orden de la razón al bien común, promulgada por aquél que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad”. Esto nos hace ver que la noción de bien común es el fin propio de toda ley. En efecto, hablar de bien común supone introducir en el orden legal y en el tejido social al que el mismo da origen una noción elemental que indica la necesidad de posponer intereses particulares, a veces legítimos y a veces no tanto, en la búsqueda de lo conveniente a todos los ciudadanos.
El Bien Común se presenta, así, como el horizonte que guía las políticas, los planes, las medidas de gobierno. El mismo afecta, en primer lugar, a la esfera pública del individuo, pero requiere todos los esfuerzos de los gobernantes. Nos señala un objetivo más allá de pretensiones personales y nos coloca en tensión de desarrollo y crecimiento.
La perspectiva que imprime la dirección es la meta de un pueblo. Las metas de la Nación Argentina fueron plasmadas en el Preámbulo de nuestra Constitución, que también sienta determinados valores a perseguir: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino; invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”.
Hoy también se nos presenta la necesidad de revitalizar los fundamentos de nuestra unión nacional. Luego de haber atravesado períodos de crisis y desconcierto, los argentinos necesitamos replantearnos la razón de estar juntos y responder vitalmente a ese requerimiento: ¿para qué estamos juntos? ¿Se trata sólo de un “sobrevivir” juntos, yuxtapuestos, o hay algo más en esta unidad? ¿Confiamos unos en otros, o más bien la desconfianza mina nuestras relaciones? Y, al revés, ¿somos merecedores de la confianza de los demás, o hemos hecho cuanto hemos podido por perderla? Hoy en medio de sospechas mutuas y de abusos de confianza de hombres públicos y no públicos, se nos plantea el desafío de establecer el fundamento de la confianza sobre bases sólidas de verdad y amistad social. Y el restablecimiento de esa confianza probablemente requiera ajustes, cambios, compromisos renovados, actores nuevos.
El Preámbulo nos habla también de la justicia, que es una de las principales virtudes humanas: dar a cada uno lo suyo, su derecho, respetar la ley, reparar los desequilibrios alterados por la injusticia, desterrar privilegios injustos, separar el derecho de la mera pretensión. En este contexto del Bicentenario, una reflexión a fondo sobre esta virtud presenta una enorme y actual utilidad, y no es privativa de los gobernantes, sino de todo pueblo argentino. Todos los ciudadanos – sin excepción – debiéramos interrogarnos acerca de la justicia de nuestras obras y de la injusticia que, por acción u omisión, ocurren en la sociedad y que ponen en peligro la paz y la amistad social que son los logros supremos de toda sociedad democrática y pluralista, respetuosa de las libertades y de los derechos de todos sus miembros.
La consolidación de la paz interior es otro de los grandes objetivos que nos señala la Constitución Nacional y que está estrechamente vinculado al logro de la justicia para todos. Cuando un pueblo falla en la consecución de la justicia, pierde también la paz. No se trata de objetivos separados, que puedan perseguirse con independencia uno de otro, sino de una totalidad inseparable, de modo que una lleva a la otra, y la falta de una implica la desaparición de la otra.
En su Discurso al Parlamento alemán del 22 de septiembre de 2011, el Santo Padre Benedicto XVI, citando la oración del joven Rey Salomón que pedía a Dios “concede a tu siervo un corazón dócil, que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal” (1 Re 3,9) refiere a renglón seguido: “Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación de su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política – sigue el Santo Padre – debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia”
La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma. Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la vida, la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta. En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso. Pero el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado. Se ha remitido, siempre, a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho. A la razón subjetiva y objetiva, pero en el presupuesto de que, ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. De este contacto nació la cultura jurídica occidental que ha sido, y sigue siendo, de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad”, pero que hoy, desgraciadamente, por el abandono de la noción de Ley Natural, ignora principios jurídicos fundamentales.
Justicia, entonces, para todos, pero especialmente para los más vulnerables. Y aquí tengo que recordar a los más débiles entre los débiles, a aquéllos que no se los puede ver a simple vista: a las personas que aún no han nacido, que no pueden contratar un abogado para defender sus derechos y que sufren una feroz campaña discriminatoria por parte de ideólogos y de algunos medios de comunicación que legitiman, por el aborto, el asesinato de un inocente indefenso al tiempo que cargan sobre la conciencia de las madres, a quienes no se acompaña y protege debidamente, una culpa que, en muchos casos, no tienen y que, sin embargo, deben sobrellevar con un enorme sufrimiento. El Papa Francisco acaba de reivindicar públicamente el carácter sagrado de la vida humana hace unos días, el domingo 12 de mayo, cuando invitó a todos los reunidos en la Plaza de San Pedro a “mantener viva la atención de todos sobre el tema tan importante del respeto por la vida humana desde el momento de su concepción”, a fin de “garantizar protección jurídica al embrión, tutelando a todo ser humano desde el primer instante de su existencia". El reconocimiento y respeto por la vida humana desde el momento de la concepción, está protegido por la Constitución Nacional y por la Constitución de la Provincia de Tucumán y, sin embargo, es, en ocasiones, desconocido cuando se practican abortos, supuestamente justificados, pero que, a pesar de invocar principios jurídicos que supuestamente los legitimarían, violan el quinto mandamiento mosaico que nos obliga a no matar. También tengo que recordar a los ancianos, muchas veces olvidados o despreciados luego de una vida fecunda en frutos y experiencia. A la tragedia objetiva de la marginación se suma aquí la amargura por la falta de reconocimiento. No podemos vivir en una sociedad que no valore a cada persona en todas las etapas de su vida. Si dejamos que esta actitud nos gane, no podremos hablar de una sociedad en paz y reconciliada, capaz de enfrentar el futuro que se presenta más que desafiante, humana y cristianamente hablando.
Se nos habla también, en la Constitución, de la promoción del bienestar general. El argentino y, sobre todo, el católico, no puede ser indiferente ante la falta de lo básico que agobia a una parte importante de la población. Para nosotros esto quiere decir que algunos hermanos nuestros no tienen lo necesario para estar tranquilos frente al futuro inmediato.
Y no se trata sólo de una carencia material. Sí, hay una carencia material, pero ella lleva necesariamente a carencias más profundas. Cuando la Constitución, luego de referirse al bienestar general, nos habla de “asegurar los beneficios de la libertad”, nos indica precisamente esto: el compromiso con la generación de condiciones que permitan a todos los habitantes gozar de la libertad necesaria para plenificar sus vidas y lanzarse a la búsqueda de bienes superiores. La exclusión, la marginación, la extrema pobreza, la falta de una auténtica cultura del trabajo, el desprecio por la vida humana, son datos que nos dicen que hay aquí mucho que lograr todavía. El desafío es abrumador para una nación tan joven. Pero nuestros mismos fundadores tenían esto en claro y nos recuerdan que no lo lograremos sin el Señor. Y, a pesar de las corrientes laicistas en boga en ese momento (como ahora también), sintieron la necesidad de invocar la protección de Dios, y de reconocer que toda razón y justicia verdaderas tienen en Él su fuente.
Desterremos todo complejo y espíritu de autosuficiencia y volvamos hoy a ponernos en manos de Dios, implorándole que nos acompañe en este camino, y que nos haga conocer la justicia, la verdad y la paz que brotan de su Voluntad. Sólo así nos encaminaremos nuevamente por las sendas del Bien Común, acogeremos a los marginados, cuidaremos a los enfermos, acompañaremos a los solitarios, protegeremos a las familias, alimentaremos a todos, educaremos a los jóvenes y seremos, finalmente, la gran nación que estamos llamados por vocación y recursos, naturales y humanos, a hacer realidad. Al concluir estas reflexiones quisiera encomendar a Dios al pueblo argentino, a la Nación y a la Provincia y, especialmente, a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, para que, cumpliendo con eficacia, honradez, independencia y mutua articulación, puedan conducir al pueblo hacia el bien común de modo que, como rezaba el joven Rey Salomón el Señor les conceda a todos un corazón dócil para juzgar a su pueblo y distinguir el bien del mal. Que así sea.