Entrás a las salas del Museo Miguel Lillo y te sentís Indiana Jones. El huevo de dinosaurio que aparece cuando pisás el piso interactivo te sorprende; pero más boquiabierto te deja el reptil que vuela.

Y te sentís Pedro Picapiedra cuando te mezclás con el Herrerasaurio, con el Rincosaurio, con el Riojasaurio y con todos los saurios que poblaron hace millones de años la zona que hoy es la Argentina. Y cuando recorrés la muestra de la sala Shipton, la elegante figura de la jirafa embalsamada y las cabezas de mamíferos más temibles te llevan en un viaje al Africa profunda. Salís del museo, y en la calle el presente se te impone. Pero recorrés unos metros y llegás a la plazoleta Miguel Lillo. En una pared, un gran mural recuerda a Paulina Lebbos. También dicen de Paulina, cuyo crimen sigue impune desde hace ocho años, un sténcil grabado en un banco y un garabato sobre el monolito de mármol que homenajea a Lillo. De pronto, no sólo el Lillo, sino todo el barrio del Abasto se vuelve un museo a cielo abierto.

En el mundo hay museos de todo tipo: los hay didácticos, de artes, de objetos de colección, de modas, de ciencias naturales, de historia. Y hay ciudades que encierran rincones que de pronto se convierten en museos a cielo abierto. Son museos que se han levantado para no olvidar.