El trinar de las aves y el suave roce de las hojas de los árboles, a raíz de la brisa, alteran la calma de la ex Villa Télfener. Es la hora de la siesta. El reposo borró de las calles la presencia humana. A excepción de un perro caschi barullero o de un motociclista retrasado nadie transita por el casco principal. El descanso es sagrado después del almuerzo.

Un niño juega en las vías de la centenaria estación. "Jamás subí a un tren. Pero me gustaría hacerlo alguna vez. Mi abuelo trabajó en el ferrocarril. Era cambista. Ahora está retirado pero se la pasa contando cosas de la estación", describió Manuel L., de 11 años, transgresor del orden cerrado de la siesta pueblerina.

El mejor del mundo
"El siempre dice que eran otros tiempos -agregó el menor-. A cada rato repite que el tren era y es el mejor transporte del mundo. Pero, sabe, yo nunca subí a uno".

Manuel baja su mirada. Renueva el aire de sus pulmones y vuelve a la carga. "Mi ¨tata´ dice que acá todo era mejor cuando andaba el ferrocarril. Me explicó que la gente se juntaba en la estación para saludar con pañuelos en las manos o agitando los brazos a los pasajeros del tren que iba o volvía a Buenos Aires", destacó.

Otra época
"Cuando éramos changos íbamos a ver pasar el tren. No sólo charlábamos sino que también caminábamos por el andén. El ferrocarril movilizaba y daba vida a Monteagudo. Todo pasaba por la estación. Aún más, hasta deleitábamos los helados cuando llegaba el coche motor. Aquí no había heladería. Traían el producto de la capital en receptáculos con hielo seco para que no se aguara". Germán Zelaya no disimula su melancolía. Su casa está ubicada al frente de la centenaria estación Monteagudo, del ex Ferrocarril General Belgrano. Justo en la esquina de 9 de Julio -corre paralela a las vías- y Soldado Miguel González -la calle del paso a nivel que atraviesa el límite sur de la parada-.

Zelaya, que hace cuatro décadas levantó su casa frente al lateral norte de la plaza de Monteagudo, se mantiene activo a los 73 años, a pesar -según él- de ser un jubilado. "Siempre estoy haciendo algo en la casa", cuenta. "Muy pocos saben que los ingleses construían los techos de las estaciones a dos aguas y bien parados o muy verticales. Esto evita que se junte basura. Pero ellos lo hicieron porque decían que de esa forma la nieve no se acumulaba. Sí, la nieve. Acá por supuesto no hay pero ellos tenían la imagen del sur precordillerano argentino, donde sí hay mucha nieve", explicó con cierto aire de suficiencia.

Ocupantes
El destacamento de la Patrulla Anticuatrerismo 3, de la Regional Sur, de la Policía de Tucumán, ocupa el edificio de viajeros de la estación Monteagudo. La parada fue habilitada en octubre de 1876, por el Ferrocarril Central Norte Argentino como estación Télfener. La vía principal se mantiene en estado. "Por aquí siguen pasando trenes de carga. Creo que tres o cuatro veces a la semana", contó el suboficial Miguel A. Zelarayán, que estaba en ese momento a cargo del destacamento.

Hace una década que la dependencia policial usufructúa, a préstamo, las instalaciones. Enfrentada a la estación, por la 9 de Julio, se sitúa la comisaría de Monteagudo. Un depósito derruido se divisa al frente del andén. La segunda y tercera vía se confunden entre la maleza y los yuyos. El techo de la galería del andén presenta huecos. Faltan parte de algunas tejas y los largueros de madera, a pesar del deterioro, se muestran firmes pero vetustos. Al observar el raíl madre, en la base del riel se aprecia un grabado sobre el hierro que dice "Rodange XI-1926-F.C.C.C.". Hacia el lateral norte de la construcción victoriana un juego de cambios London & Carlyle le pelea al tiempo y a las adversidades climáticas para continuar íntegro pero oxidado. Desde allí se hacían los cambios para acceso y egreso de las formaciones ferroviarias.

A 200 metros al sur y también al norte de la deteriorada casa de viajeros se observan las columnas de señales. La estación también cuenta con dos plantas. Pero en el sector alto nadie se atreve a subir. Un panal de abejas, que endulza la ácida realidad de la edificación, ataca a quienes se animan a invadir su intimidad.

Toda una vida
"El último jefe de estación fue don Tapia. Pero no era de Monteagudo", detalló Francisco Quiñones (68 años), que hace 12 años levantó su modesta vivienda a la par de la estación.

Quiñones es de Loreto, Santiago del Estero. A los 6 años sus padres lo trajeron a Monteagudo. Vinieron a trabajar en la cosecha de caña. Pero se quedaron en el pueblo. "A 300 metros de aquí había dos cargaderos: uno del ingenio Trinidad y otro del Providencia. Ahí trabajé cargando los vagones y armando los atados. Se ganaba poco. Aunque la plata valía más que ahora y alcanzaba para vivir", destacó.

"Me gustaba ver pasar al Cinta de Plata y a los coches motores que iban a Frías y a Córdoba -agregó Quiñones-. Si mal no recuerdo los Ganz corrieron hasta los 80, pero el tren de pasajeros funcionó hasta los 90. Después sólo vi cargueros". Dora Daruich de Peñaflor, atiende un negocio, a tres cuadras de la parada ferroviaria. Sobre la Belgrano. "Mi hermano Juan traía por ferrocarril la mercadería para nuestros negocios. Mi padre tenía un almacén inmenso de ramos generales. En la casa de mi madre Celestina Aguilar de Daruich había una pensión. Se alojaban los hacheros que venían a trabajar en los obrajes, para juntar leña y hacer durmientes para el ferrocarril. También, alguno que otro soltero, que integraba la cuadrilla de Vías y Obras", recordó doña Dora, que supera las ocho décadas y hace un año perdió a su esposo.

Una bisagra
Hubo un antes y un después del ferrocarril. En la estación no faltaban los vendedores de catas, loros, pan casero, cigarrillos de chala y rosquetes. El paisaje pueblerino sólo se transmuta los lunes. Ese día hay feria. Vienen puesteros del Sud de Lazarte, Niogasta, Esquina, Sud de Trejos, Atahona, Palomino y Los Pérez, entre otras localidades aledañas.

"El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar, o lo que pretendes recordar", solía afirmar Harold Pinter, dramaturgo (premio Nobel de Literatura en 2005), poeta, actor, director y activista político de origen inglés.


DESDE EL ANDÉN DE MONTEAGUDO

- OTRA VERSION.- La tradición oral baraja otra versión sobre el nombre del pueblo. Hay quienes sostienen que la denominación de Monteagudo se adoptó porque era una zona cubierta de arbustos espinosos, bajos y erizados de púas. Era un monte muy agudo. Claro está, es solo una versión.

- EVOCACION.- El doctor Ernesto Padilla -según el historiador, periodista y abogado Carlos Páez de la Torre (h)- evocó a vecinos de Monteagudo, en una visita que realizó al lugar cuando era niño. "Frente a la estación estaba el molino de López, la casa de Bilgry, dos negocios a los que afluían los frutos y productos que eran obra del trabajo esforzado de esa legión de agricultores criollos", describió el abogado, escritor y político, que gobernó Tucumán entre 1913 y 1917.

- PIONERO.- José Télfener, el constructor de la linea ferroviaria, se radicó en este paraje porque lo consideraba de gran potencial. Monteagudo era -según Padilla-, "un puerto de salida del sur provincial. Allí convergía la producción desde La Cocha y Naranjo Esquina hasta Medinas y Concepción".

- COMERCIANTES.- Además de Méndez y Heller, que dominaban los negocios azucareros y de harina, se contaban los comercios de Felipe Bernán y de don Benjamín y Vicente López. También se destacaba don Díaz. Inteligente para los trabajos rurales y talentoso para la hidráulica agrícola.

EL ATENTADO A IRIGOYEN

Un juarezcelmista le disparó en la estación, en 1885

A pesar de su aire apacible, la estación de Monteagudo fue escenario, en 1885, de un fallido atentado contra el doctor Bernardo de Irigoyen. Fue el 12 de septiembre, a las dos de la mañana, durante una gira, del entonces candidato a suceder al presidente Julio A. Roca. Irigoyen era postulado por una fracción del dividido partido oficial -los "autonomistas nacionales"-. Otro sector patrocinaba a Miguel Juárez Celman, sin contar las candidaturas menores de Dardo Rocha y José B. Gorostiaga. De acuerdo al doctor David Peña, había cuatro personas en la estación. El jefe de la parada, un policía y dos hombres: un tal Anabia y Lorenzo Díaz. Ni bien se detuvo el tren, aunque Irigoyen dormía a esa hora, Anabia se apresuró a subir al tren y detrás de él ascendió Díaz. Ambos pidieron ver al candidato. Pero Cecilio Mallo, de la comitiva, les impidió el paso. Entonces, Anabia le susurró a Mallo que Díaz traía malas intenciones. Mallo, con la ayuda de dos guardatrenes, bajó a Díaz. Al intentar ser identificado en el andén, Lorenzo Díaz extrajo un revolver de su cintura y gritó "¡Muera Irigoyen. Viva Juárez Celman!" y echó a correr. Anabia replicó "Viva Irigoyen". Cuando el tren se ponía en movimiento se vio un fogonazo y retumbó un estampido. El jefe de la estación y el policía sorprendieron a Díaz revólver en mano. Lograron reducirlo y enviarlo preso a Tucumán. Luego comprobaron que el disparo de Díaz impactó a pocos centímetros de la ventanilla del coche que alojaba al doctor Bernardo de Irigoyen y el pequeño Hipólito.