En la época de las guerras civiles, todos los años se dictaba un decreto sobre el Carnaval, de texto idéntico, de cuyo cumplimiento se encargaba al jefe de Policía.
El correspondiente al 26 de febrero de 1840, firmado por el gobernador delegado, el futuro obispo José Eusebio Colombres, consideraba que "al juego del Carnaval, aunque está en directa oposición con las luces y civilización del día, no es dable prohibirlo absolutamente, por cuanto no es posible arrancar de pronto las profundas raíces que ha dejado una costumbre envejecida".
Por eso era "deber del Gobierno adoptar medidas que digan relación a evitar males y desórdenes, que son consiguientes a diversiones de esta clase". El juego se permitía "en cuanto no se ofenda la decencia y moral pública". Se prohibían "las correrías y gran galope por las calles, bajo la pena establecida de perder el caballo ensillado o pagar seis pesos de multa".
Sería arrestado el que portara "arma blanca, o de chispa", durante el Carnaval. Podían organizarse "reuniones para cantar la vidalita", pero "sin causar desorden, teniendo presente que la permisión se dirige a un acto de pura diversión y entretenimiento". Y el que "conducido por un instinto de guapeza, con armas o sin ellas, tratase de desarmar estas decentes reuniones permitidas", sería castigado "en el orden que prescriben las leyes".
Las pulperías debían cerrar esos tres días, y al que se hallara ebrio en la calle recibía 15 días de arresto. Igual pena se estipulaba para "todo el que fuere encontrado en pelea con otro, sea de la clase que fuese": si "hubiese habido heridas, se le aplicará la pena que corresponde al delito".