Es un chico, nueve o diez años, está en la clase de arte de una escuela de Wyoming, quiere expresarse a través de la pintura, del dibujo, pero las líneas se le niegan, sólo obtiene temblores, ansiedad, manos que se niegan a obedecer, que ni siquiera pueden seguir, en el papel de calcar, el decidido trazo de una línea. Algo funciona mal en ese cuerpo. Pero él no se declara vencido, apela a su tenacidad y comienza a buscar un lenguaje que le permita mostrar su interior.
Con el tiempo, Wyoming se convierte en New York, Pollock se mete en la pintura, vence obstáculos, adopta un estilo que ya existía pero le da un sesgo que llama la atención, destruye lo ya instituido, y lo hace mediante marañas cromáticas que además de reflejar el caos, lo modifican, le dan un orden, lo alinean con la geometría fractal, le dan un sentido en el que el caos cede paso al orden, un orden especial que no deja de lado las obras que el caos ha producido. Ha cambiado sus herramientas, ya no son caballetes ni pinceles, es el piso, al que Pollock necesita para que otorgue dureza a la tela horizontal, son palos, espátulas, cucharas, recipientes agujereados, llenos de pintura, que gotean los colores, que los depositan sobre las telas enormes, que dibujan trazos afiligranados o manchas rotundas. Son hilos, regueros, pequeños estallidos coagulados, frondas, una escueta marejada de color llegando hasta las costas de la tela y cubriéndola por completo. Todo eso inaugura lo que fue llamado expresionismo abstracto, lo que se plasma en la tela mediante el action painting y el dripping, obras obtenidas en el transcurso de una especie de danza en la que el artista, metido literalmente en su obra, caminándola, modificándola, destruyéndola y rehaciéndola, se deja llevar por el azar y al mismo tiempo lo niega, lo relega a la condición de un mero recurso domeñable a voluntad. Al observar las fotografías de Pollock mientras trabaja, se advierte una actitud corporal olvidada de sus limitaciones, el artista convertido en atleta o en bailarín, el artista dejando paso a su inconsciente y desplazándose a su compás dentro de ese mundo que él mismo está creando y que poco a poco se llena de color y de una forma donde el concepto de composición ha desaparecido.
Caminando sobre la extensa superficie de la tela, Pollock desplaza a voluntad el recipiente agujereado, deja gotear la pintura -siempre industrial-, esmalte sintético a veces metalizado -influencia del muralista mexicano David Alfaro Siqueiros- y va venciendo al azar, deja de lado las reglas de la estética que el tiempo ha consagrado, desarrolla una obra totalmente opuesta a la del artista intelectual porque con esa forma tan particular de pintar, la obra surge sin ayuda del pensamiento y lo que obtiene no representa ninguna realidad. Otros artistas ya han goteado la pintura, se han afanado por encontrar formas alternativas para cubrir el lienzo, pero ninguno ha encontrado la llave de la creación. Pollock sí. Lo diferente es su extraordinario talento, al que suma la maestría que va adquiriendo, el dominio que ejerce sobre las manchas, que van exactamente donde él quiere. Resulta casi irónico: Pollock, que no sabía dibujar, ahora ejerce un control absoluto sobre la técnica de su lenguaje.
"Cuando se trabaja dejando de lado el inconsciente, emergen figuras limitadas", dice. Para salirse de esa limitación chorrea la tela como si el propio inconsciente estuviera fuera de su cuerpo.
La madrina
La primera reacción del público y de la crítica es vacilante, pero al cabo del tiempo se convierte en entusiasta, en especial a partir de un reportaje publicado por la revista Life, en 1949, en el que se incluye una foto de Pollock apoyado sobre una de sus obras, pantalones tejanos y un cigarrillo colgando de sus labios. Hay en esa fotografía algo muy yankee, una expresión casi insolente, y el público se identifica con la sensación de triunfo que emana de ella. Eso también siente Peggy Guggenheim, "zarina" de las artes plásticas, un nombre extraordinariamente influyente dentro de ellas. Es así como se convierte en su protectora, le brinda alojamiento, le otorga una mensualidad para que pueda desarrollar su talento sin tener inquietudes económicas, lo arropa con su nombre y con sus influencias y cifra en él las esperanzas de liderazgo artístico para su país, situación que los Estados Unidos nunca ha tenido, habiendo debido contentarse siempre con seguir obedientemente a las vanguardias europeas. Y su esfuerzo rinde frutos: el estilo se difunde por todo el mundo y halla adeptos en Europa, inclusive origina el auge de movimientos paralelos como el tachismo, en el que se destaca George Mathieu (1), artista cuya obra, resuelta en bellísimos grafismos tiene, por su forma de realizarla, ciertos lejanos puntos de contacto con la de Jackson Pollock.
Alguien dijo que en este estilo lo que importa es el proceso o acto de pintar más que el contenido. No obstante esa afirmación, que dejaría librado el expresionismo abstracto a una puesta en escena, la obra titulada "Número 5", de Pollock, fue vendido en 140 millones de dólares, el precio más alto pagado por una pintura en toda la historia (2), pero Pollock no pudo ver ese desatino tan común (y sospechoso) en el siglo XXI: 60 años antes, una borrachera y su Oldsmobile descapotable lo apartaron de la pintura y de la vida a la incomprensible edad de 44 años.
© LA GACETA Asher Benatar - Artista y escritor.
NOTAS:
(1) Uno de los fundadores del tachismo (borrón, mancha, en francés), estilo emparentado con el expresionismo abstracto. Estuvo en la Argentina en 1958 y pintó ante el público, en el Museo Nacional de Bellas Artes, en aproximadamente una hora y media, una tela muy bella en la que primaban los grafismos con tendencia oriental.
(2) Alude a la pintura "Número 5 de 1948", realizada en madera de 2,44m x 1,22m. Predominan en la obra los colores castaños, amarillos y negros. Fue vendida en 2006 por el magnate de la industria discográfica cinematográfica David Geffen. El dripping de Pollock desplazó a "El grito" de Munch como la pintura más cara.
Una reacción escatológica
En 1942, Pollock tenía que entregar una tela de dos metros por ocho al Museo Guggenheim. El día anterior trabajó 15 horas seguidas y cuando lo terminó advirtió que se había equivocado en la medida. Peggy Guggenheim envió a Marcel Duchamp para que asistiera a Pollock en su problema. Éste, con buen tino, aconsejó cortar los 20 centímetros que sobraban. Esa noche, en la reunión que PG organizó, Jackson Pollock, probablemente borracho, se acercó al hogar que estaba en el salón de estar y orinó en él.
El inventor de la nada
Se cuentan numerosas historias con respecto a qué fue lo que inspiró a Pollock su técnica de goteo. Se dice que disolvió en exceso y por accidente la pintura; que surgió cuando, colérico, lanzó una brocha contra la pared; y, entre otras cosas, cuando, también colérico, dio una patada a un recipiente de pintura. En realidad, Pollock no inventó nada: el dripping ya había sido probado sin éxito por numerosos artistas.