Con "Cien años de soledad" (1967) llegan la consagración y la relevancia pública. El colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927) nunca más gozará del perfil moderado que, hasta entonces, le había permitido moverse en la vida como embrujo en Macondo.
La obra, una suerte de biblia del boom latinoamericano, desvela su poder y calidad superlativos en Buenos Aires, gracias al olfato que para estas cosas tenía el tucumano Tomás Eloy Martínez, entonces jefe de Redacción de la revista Primera Plana. El periodista, que había comenzado a transitar el oficio en LA GACETA y nunca dejaría de frecuentar su sección literaria, dice en la edición del suplemento del 3 de junio de 2007 (foto) que conoció a García Márquez cuando este aún era un perfecto desconocido. "Paco Porrúa, editor de Sudamericana, y yo fuimos las únicas dos personas que lo recibieron en el aeropuerto. Llegó a las tres de la mañana, salinos a comer y amanecimos con él", recuerda en una entrevista concertada a propósito de los 40 años de la primera edición de "Cien años de soledad".
El contacto surgió por medio del escritor Luis Harss, que había viajado a México para entrevistar a las fuentes del libro "Los nuestros". "Después de conversar con Carlos Fuentes, este le dice que su trabajo no puede estar completo sin la inclusión de un escritor llamado García Márquez. (Luego) Harss transmite la sugerencia a Porrúa. El editor lee algunas páginas de la novela que García Márquez estaba escribiendo y se la compra por uSs 500 que, en ese momento, eran como maná del cielo para 'Gabo'", expresa el autor de "Santa Evita" que falleció en 2010.
Los acontecimientos vuelan. Porrúa telefonea a Martínez para decirle: "tenés que venir a leer una novela extraordinaria". El experidista de LA GACETA describe: "fui a su casa aunque estaba lloviendo mucho. Vi una fila de papeles en el suelo y, cuando empecé a caminar por encima de ella, Porrúa me grita: ¡'estás pisando el manuscrito'!".
Imaginación luciferina
Las suelas de los zapatos de Martínez quedan impresos en el original entre las páginas 92 y 105. Pronto el descuido daría lugar a una maravillosa amistad, que incluye asuntos de autos: el tucumano presta su coche al colombiano para que este lleve a su mujer a los Bosques de Palermo y el colombiano enseña al tucumano a conducir marcha atrás.
La siguiente jugada consiste en entrevistar a García Márquez en su hogar mexicano. Martínez encarga la tarea al periodista y crítico Ernesto Schoo.
"Aquella noche de noviembre de 1966, mientras el avión descendía sobre la constelación de luces de la Ciudad de México, yo me preguntaba con cierta inquietud sobre el personaje que debía entrevistar para una nota de tapa que se editaría seis o siete meses después", evoca Schoo en una nota publicada a la izquierda del interrogatorio a Martínez. Prosigue: "Gabriel García Márquez. ¿Quién lo conocía? Colombiano, 38 años, casado, dos hijos, algunas novelas y relatos editados en su tierra y en México, país en el que residía desde hacía seis años. Al parecer, en 1965 había terminado la novela que lo obsesionaba. Poco más de 300 páginas donde se desplegaban la realidad (atroz, a menudo) y la leyenda (poblada de desmesuras, sueños frustrados e imaginación desbordante) de la América criolla".
Lo que sigue es parte del realismo mágico. La tapa de Primera Plana presenta a García Márquez vestido "como un contrabandista turco". "Fue entonces Buenos Aires la que lo aplaudió y consagró, y la que agotó una tras otra las sucesivas reediciones. 'Cien años de soledad' se puso de moda y el mundo pareció contagiarse de su delirio", expresa el colaborador J.G. Cobo Borda en un texto publicado en LA GACETA Literaria del 25 de abril de 1993.
La nota recapitula todo lo que le había ocurrido a la obra y a su padre durante 25 años de lecturas y aclamaciones. Cobo Borda no se olvida de recordar que la revista parisina Nuevo Mundo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal, publica en septiembre de 1967 un aviso de la novela que consistía apenas en tres -inolvidables- párrafos."El primero, de Julio Cortázar: 'Gabriel García Márquez aporta en estos años otra prueba de cómo la imaginación en su potencia creadora más alta ha irrumpido irreversiblemente en la novela Sudamericana, rescatándola de su aburrida obstinación en parafrasear las circunstancias y las crónica. El segundo, de Carlos Fuentes: 'toda la historia ficticia coexiste con la real; lo soñado con lo documentado y, gracias a las leyendas, mentiras y exageraciones... Macondo se convierte en un territorio universal'. El tercero, de Mario Vargas Llosa: 'una prosa nítida, una técnica de hechicería infalible, una imaginación luciferina son las armas que han hecho posible esta hazaña narrativa".