Las normas estructurales de nuestro sistema de enjuiciamiento y punición penal reconocen hoy expresamente que "...las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados". Aquella función esencial de readaptación social que tiene la pena (propia de un estado de derecho en una sociedad democrática) pone en cabeza del estado una enorme responsabilidad, a veces no suficientemente conocida: la de diseñar, previo análisis individual y diagnóstico criminológico de cada caso por parte de especialistas, un programa de readaptación social personalizado, un plan de reeducación que requiere además, controles periódicos que permitan monitorear el progreso del sujeto y hagan posible su avance a través de fases y períodos determinados en la ley, en el marco de un régimen de progresividad. Estas tareas técnicas y administrativas, que tienen por objeto que el interno "adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social …", están confiadas por la ley al Servicio Penitenciario, dependiente del Poder Ejecutivo. Ello bajo el control de los Jueces de Ejecución de Sentencia (en nuestra Provincia, los cargos han sido creados pero no se han realizado todavía los trámites presupuestarios y administrativos necesarios para su puesta en funciones). El éxito del sistema dependerá no tanto de la mayor gravedad de las penas que apliquen los Tribunales (que deben ser justas, no graves ni leves, y que además tendrán un final, más o menos próximo en el tiempo) sino del éxito de la actividad resocializadora. De dicha actividad ha de depender también un mayor o menor índice de reincidencia y un mejor o peor nivel de seguridad ciudadana. Es claro desde un inicio que ninguna costumbre violenta se corrige con más violencia, ni la violación de derechos cometida por el delincuente se remedia violando la ley y los derechos del mismo al someterlo a proceso y aplicarle una pena. Por el contrario, la violencia estatal es un contrasentido que frustra desde un inicio cualquier programa de readaptación. Los rigores innecesarios, la tortura, no sólo están prohibidos por la ley y por la conciencia humana, sino que obstaculizan el cumplimiento del mandato legal y constitucional de readaptación social que cabe a los operadores de la las fuerzas de seguridad y de la Justicia. Por ello es esencial la formación en Derechos Humanos, a través de un programa serio y generalizado, de todo operador estatal que tenga alguna función en el proceso penal y en la ejecución de la pena privativa de libertad. Es claro que no es posible asegurar, ni se pretende que el estado asegure en cada caso el éxito absoluto de esta función; pero sí está obligado a aplicar todos, absolutamente todos, los medios y esfuerzos posibles, en pos de la convivencia pacífica de la comunidad.
No se corrige con violencia
Por Pedro Roldán Vázquez - Camarista Penal - Profesor de Derecho Procesal (UNT)