"Una ventana al pasado", dice el cartel de entrada a Villa de Medinas. Y el paisaje le hace caso: las calles de piedra se estiran sin que nada interrumpa su calma. La impronta criolla resiste en las paredes de sus casonas coloniales. Esta localidad del sur tucumano, que fue declarada Pueblo Histórico, es una verdadera burbuja de la tradición.
La historia de Villa de Medinas, situada en el departamento Chicligasta (a 12 km. de Concepción) se remonta a la época de la conquista. Es una de las más antiguas poblaciones del interior. Existía antes del siglo XVII y a fines del XIX alcanzó su esplendor: el ferrocarril la convirtió en un importante centro económico y social. La decadencia comenzó a comienzos del siglo XX, después r4 que el tren dejó de pasar por allí, cuentan los vecinos. No olvidan ese detalle. Sus palabras derraman añoranzas de una ciudad pujante, llena de proyectos. Cuando las locomotoras desaparecieron, el pueblo quedó detenido en el tiempo y aferrado a sus tradiciones.
La modernidad pasó de largo para este poblado ubicado a 88 km. de San Miguel de Tucumán. Se llega por la ruta 38 y luego por la 329. Hay que atravesar un largo camino de piedras antes de arribar a su plaza principal, que permanece en soledad gran parte del día, salvo cada 24 de Septiembre, cuando el pueblo renace para homenajear a su patrona, la Virgen de la Merced. Llegan hasta 30.000 personas, enumeran los vecinos. Después, todo vuelve a la normalidad: a las calles ajenas al smog y al ruido de los motores, al olor a pan casero que despiden los hornos de barro y al sonido de las radios encendidas desde el amanecer.
En la vereda de enfrente a la plaza están las construcciones más antiguas: la escuela, la Iglesia, el edificio de la comuna, el Juzgado de Paz y la comisaría, cerrada con candado, algo que no sorprende ni angustia a los vecinos porque, según dicen, en la zona no hay inseguridad. Todas las edificaciones - la mayoría muestra un marcado deterioro, conservan su arquitectura primigenia. Villa de Medinas es una localidad de 1.400 habitantes. Muchos son niños y abuelos. Los jóvenes suelen buscar trabajo en otras ciudades.
Hay vecinos que realmente parecen salidos del túnel del tiempo. Pedro Antonio Méndez es del prototipo del gaucho pintado por el poeta Miguel Hernández en su obra Martín Fierro (en conmemoración a su muerte se celebra hoy el Día de la Tradición). Méndez es un cantor de alma. Es pacífico, valiente, amante del campo y de la libertad. No sabe lo que es pasar un día sin tomar mates. Le gusta cultivar la tierra. Y que no le hablen de autos. Para trabajar y para pasear, prefiere montar a caballo o hacerlo en su carro tracción a sangre. "Así uno puede conocer mejor todo", dice el hombre, de 83 años. Está casado con Cornelia Luna, con quien tuvo ocho hijos. En los últimos años perdió un poco la audición, pero se siente "fuerte como un roble".
A media cuadra de la plaza principal está el almacén de David Albornoz, el profesor más querido del pueblo. Son muchos los que han aprendido de él la pasión por el folclore. En los asados y reuniones familiares, no hay rock ni cumbia, siempre festejan entre chacareras y zambas, destaca. "Por eso a mi pueblo no lo cambiaría por nada", resalta.
El alfeñique es otro de los amores que tienen los habitantes. Varias familias se dedicaron a fabricarlos. Gloria Noemí Ferreyra heredó la tradición de hacer alfeñiques. Empezó a los 15 años y ahora no imagina un día sin que sus dedos entren en contacto con la miel de caña. Por semana produce entre 20 y 40 kilos del producto. "Muchos comerciantes lo vienen a comprar aquí porque cuando el trabajo es artesanal se nota la diferencia", señala.
Arrullado por su larga historia y por el rumor incansable de los ríos que lo rodean, el Gastona y el Medinas, en este pueblo donde la religión católica vive en ebullición la gente no desconfía de los demás por que las buenas costumbres son su patrimonio, dicen. "Aquí dormimos con las puertas abiertas, no hay peligro de nada", dice Hortensia Paladeo, con sus casi 60 años. Fue una de las vecinas que dejó el pueblo y emigró a Buenos Aires en busca de un futuro prometedor. "Estuve muchos años, hasta que asaltaron a mi hijo y lo tomaron como rehén. No lo pensé, dejé todo y volví", recuerda la morocha, una paisana de alma que aún elige polleras largas y alpargatas para su andar cotidiano. En invierno, se calza el poncho. Es enfermera, pero siempre le atrajo más poner su cuerpo a trabajar para lo tradicional, aquello que su familia le fue transmitiendo de generación en generación. Le encanta bailar folclore, andar a caballo y cocinar en horno de barro. Su especialidad son las empanadas, el locro y la torta de novios, infaltable en cualquier festejo, detalla.
En la casa de Hortensia, ubicada en la esquina Rivadavia y 25 de Mayo, tiene todo lo que necesita: una quinta, gallinas y un espacio para el arte. "Me encanta tejer y hacer artesanías", describe, bajo el umbral de la puerta de entrada de su vivienda, que fue construida en 1.736. Está en ruinas, pero ella intentará rescatarle la fachada. También lucha por reflotar el viejo mercado del pueblo.
Con la melancólica energía de una adolescente, Sara Elisa Curi no tiene más que palabras de amor para el pueblo que la vio nacer hace 73 años. "Nos pueden decir que somos quedados, pero yo defiendo la vida con tranquilidad, sin la locura de la ciudad. Aquí no tenemos horarios, vivimos de nuestras tradiciones y somos felices", resalta. Y recuerda el refrán popular que dice "Medinas no tiene riendas, pero sujeta". "Aquí nadie te obliga a quedarte, pero si te vas siempre regresarás", aclara.