El 29 de julio pasado, en París, a los 91 años, el mismo día de su cumpleaños, murió el gran cineasta francés Chris Marker. En sus orígenes, a fines de los 50, perteneció al grupo neovanguardista de la Rive Gauche (cercano a la Nouvelle Vague), formado por Alain Resnais, Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet. La obra de Marker consta de más de 40 títulos, todos bastante difíciles de conseguir, aunque en la web se pueden hallar varios. A veces considerado difícil o hermético, su estilo ha sido asociado al de grandes autores como Akira Kurosawa o Andrei Tarkovsky, sobre quienes a su vez hizo trabajos.
La obra maestra de Marker es, sin duda, La jetée. Su estreno, hace exactamente 50 años, le granjeó un reconocimiento internacional que aún no ha mermado. La idea es simple y genial. Hacer una película a partir de fotografías, con una fuerte voz en off que guiara la narración, y una trama paranoica de ciencia ficción. Terry Gilliam, 33 años después, siguiendo la adaptación de David Webb Peoples (uno de los mejores guionistas norteamericanos), la convertiría en la inspiración de su propia obra maestra: Doce monos (con Bruce Willis, Madeleine Stowe y Brad Pitt).
Testimonio de lo que fue
La jetée es una reflexión narrativa sobre la fotografía y su relación con el cine, ya que le construye a esa imagen estática un espacio en el devenir. La fotografía hace presente aquí un objeto que realmente existió antes frente al objetivo de una cámara. Es un testimonio único e irrepetible de lo que ha sido y ya nunca será. El presente, captado en una fracción de segundo escurridiza, puede dar fe, en el futuro, de su existencia pasada, como si se tratara de una máquina del tiempo.
En este sentido, la fotografía sería una de las primeras hijas dilectas de la ciencia-ficción, ya que permitiría el viaje en el tiempo del objeto inanimado convertido en imagen.
La imagen fotográfica, por otra parte, parece haber sellado un pacto con la muerte, sobre todo si consideramos que la reproducción mecánica ad infinitum es una suerte de pobre substituto de la imposibilidad de volver a vivir el tiempo perdido. De ahí su patetismo, al ser un objeto inmóvil que intenta respirar en el devenir de un mundo en movimiento. Dentro del tiempo sin tiempo de la fotografía, como dice Jean-Marie Schaeffer, el movimiento sólo puede encontrar su lugar en las coordenadas espaciales, convirtiéndose así en un pobre espectro de sí mismo. La posibilidad de una narración, por lo tanto, parecería ir a contrapelo de la esencia estática de la fotografía. ¿Qué pasaría, sin embargo, si uno se aventurara a poner en relación toda una serie de fotografías con intenciones narrativas? ¿Qué pasaría si todas las imágenes (salvo una) fueran inmóviles, y a su vez, estuvieran arrancadas de su estatismo y puestas en movimiento por medio del montaje? ¿Qué pasaría si la narración se construyera con una materialidad y una lógica diferentes a las que estamos acostumbrados a ver en el cine? Tal vez estas reflexiones pasaron fugazmente por la cabeza de Marker mientras imaginaba La Jetée y la convertía en un puente etéreo entre la fotografía y el cine.
Allí, la destrucción ocasionada por una tercera guerra mundial ha vuelto inhabitable el planeta. En las profundidades de la tierra, los supervivientes apenas sobreviven mientras son utilizados como conejillos de indias por los científicos en jefe. Con el espacio clausurado, la única salida para la humanidad parece pasar por el tiempo. Así, el protagonista de esta historia es elegido para viajar en el tiempo por la fijación que tiene con una imagen de su infancia. Este procedimiento parece ser un eco de The sense of the past, esa novela inconclusa de Henry James cuyo personaje principal regresa al pasado a fuerza de compenetrarse con la época.
La fijación del protagonista de La Jetée, entonces, consiste en una imagen cuyos fragmentos reproducen la presencia de una mujer y la muerte de un hombre en un aeropuerto, una jetée, que en francés remite al verbo jeter, tirar, arrojar, lanzar -a otro tiempo-.
El protagonista debe dejar su presente para encontrarse con esa mujer un tanto etérea y remota que habita un tiempo distinto al suyo y que lo acepta como a un fantasma amigable a quien se puede amar antes de su partida.
Entonces, la puerta de acceso que los científicos le permiten trasponer, esa imagen fija en el recuerdo del protagonista, es una foto en la mente antes que una foto de su mente. Es quizá por esta razón que una historia que trabaja con el tema del tiempo y su relación con las imágenes y la memoria encuentra en la materialidad fotográfica el medio de su expresión ideal. Así, a manera de barrera infranqueable entre el hombre y la mujer, las manchas de tinta negra que destruyen la impresión de luz de sus cuerpos, no hacen más que preanunciar la fatalidad con la que siempre estuvo signado su encuentro.
Sin embargo, hay un momento en que la fuerza de la narración le arranca movimiento a la fotografía, haciendo devenir la imagen estática en móvil. Se trata de una escena en la que el protagonista parece contemplar el reposo de su compañera. El fundido encadenado de distintas fotografías del rostro de la mujer, sumado a una paulatina aceleración del montaje, alcanzan a confabular los leves desplazamientos del entresueño, justo antes de que realmente aparezca el movimiento en un doble parpadeo, como si se tratara del nacimiento metafórico de la mirada.
Clave del futuro
Una vez que aparece el movimiento, parece decirnos Marker, nos cuesta demasiado volver a contemplar el aparente quietismo del espacio, y de ahí a la veneración ciega de la velocidad y sus consecuentes catástrofes actuales, lamentablemente, no hay ni medio paso de distancia.
La jetée, así, como toda verdadera obra de arte, parece una suerte de clé de l'avenir, una especie de clave secreta del futuro, ya nuestro presente, en la que muy pocos quieren reconocer que la tercera guerra mundial ha sucedido, como en cámara lenta, poco a poco, y que por eso casi nadie se ha dado cuenta, salvo unos pocos espectadores de cine.
© LA GACETA Marcelo Damiani - Ensayista, novelista, profesor de Filosofía de la Universidad Maimónides.