Los ojos verdes de "Mili" conmueven mucho más que las atrocidades que la rodean. Esa mirada cargada de la inocencia propia de una niñita de cinco años, condenada a crecer en La Costanera, le hubiese roto el corazón a cualquiera. "¿Vas al jardín?" "Sí, cuando mi mamá me lleva", responde con voz angelical mientras carga en los brazos a una beba que -intuyo- debe ser su hermana. Las dos están descalzas en medio de la tierra, la basura, las moscas y el calor. Ninguna de las mujeres que están sentadas afuera del velorio de José Daniel Palavecino, el adolescente asesinado el viernes a la noche, parece ser su madre.
Y ella está ahí. Sola. A dos metros de un grupo de hombres que toman vino y fuman "paco". Con toda su ingenuidad y la ignorancia del mundo que existe afuera de ese barrio, está parada mirándome. Notar que siento más miedo que ella me lleva, inevitablemente, a replantearme muchas cosas. ¿En qué momento esa zona invadida de casillas se convirtió en el mismo infierno? ¿Cuántos de nosotros sabemos que ahí, a pocos minutos de nuestras casas, la gente vive así?
"Acá no existe el alumbrado público", comenta una vecina y de inmediato imagino cómo serán las noches en ese lugar donde los pasillos reemplazan a las calles, las casas no tienen puertas y los niños conviven con la vulnerabilidad. Es, ni más ni menos, la marginalidad humana en su máxima expresión.