Caracas es una ciudad de motos y de autos. No es muy apta para el caminante con ganas de conocerla a pie ni para el peatón desprevenido. Tampoco parece ser una ciudad de bicicletas, como en la que se está convirtiendo Buenos Aires. Su tránsito es agresivo y dispar. Abundan las camionetas importadas, nuevas, relucientes, con conductores que hacen portación constante de celulares, pero también los coches viejos, grandes, clásicos, imposibles de mantener en otro lugar donde la nafta no sea más barata que el agua. Siempre se escuchan bocinas y sirenas en todas partes.
Caracas también es una ciudad de fuertes contrastes. En ella conviven las nostálgicas galerías setentistas con los shoppings y con las más modernas construcciones de la arquitectura de vanguardia, es decir, edificios inteligentes como el de la Multinacional de Seguros y otros de volúmenes fragmentados, como el Centro Comercial San Ignacio. Las diferencias de clases sociales, por otro lado, se perciben instantáneamente, y la clase media debe ser la más pequeña. No obstante, la gente es muy amable y por lo general está de buen humor en las calles y los restaurantes, ya que los bares no abundan como en Buenos Aires.
Un párrafo aparte, sin duda, merecen los coloquialismos que se escuchan por todas partes. Es difícil moverse sin oír palabras como vaina, chévere, buhonero; chamo, ladilla, raspicuí; pero también mecate, goajiros, burundanga; wayuu, jalabola, faramallero, y mi favorito indiscutido: Torypollo (equivalente a nuestro Patovica). La mayoría son términos completamente inaccesibles para cualquier extranjero; yo, por ahora, sólo me he atrevido a usar un par de chéveres. Este lenguaje exuberante, prolífico, por momentos hermético, me ha hecho pensar que en un futuro cercano su literatura nos puede dar una grata sorpresa.
© LA GACETA Marcelo Damiani - Novelista, crítico literario, docente.