Mi destino era Vermont. Pero había una escala ineludible en Newark, uno de los aeropuertos de Nueva York. Durante infinitas noches pensé en la silueta en blanco y negro de la ciudad. Durante días nublados y fríos imaginé los senderos, las calles imborrables, las notas sincopadas de los conciertos de jazz.
Durante semanas recordé dos escenas imposibles de Manhattan, la película de Woody Allen que empieza con una díscola voz en off que confiesa su devoción por la ciudad de Nueva York. Cuando aterrizamos en Newark la expectativa reluciente y devota se estrelló. El aeropuerto era un mero fantasma de acero y metal, una sombra dilatada y anónima.
Mi estadía en Newark no escapó a los dictámenes de las visitas aburridas en los aeropuertos. Pasé varias horas hasta que el avión despegó hacia Burlington, capital del Estado de Vermont.
La noche antes del vuelo a USA, Luis Chitarroni me había revelado que en Vermont Hitchcock había filmado Quién mató a Harry, esa película que narra, con inigualable humor negro, la pesquisa tras la aparición de un cadáver que se resiste a descansar en una tumba sin el nombre del asesino. Chitarroni no solo me dijo eso, sino que además agregó: como Hitchcock llegó a filmar en la estación equivocada, pidió que le pinten los árboles para que estén acordes con el proyecto original de la película. De modo que Vermont, sin nada a cambio, ya me deparaba una felicidad: pensar en los árboles pintados del Mozart del cine.
Cuando el avión salió de Newark, recuperé el paraíso perdido. Desde el aire, y bajo el color luminoso de un cielo protector, pude ver los meandros de un mapa insólito: Nueva York era un árbol de agua oscura, con innumerables ramas líquidas y de cemento. Cuando las ruedas del pequeño avión se elevaron, vi, con una lupa incierta e incomparable, los puentes y los senderos de agua. Desde el aire diáfano, la ciudad era un laberinto cuyo centro ínfimo y verde era la estatua de la libertad.
Tal vez ese árbol impensado era el anticipo de los árboles de Hitchcock, en Vermont. Tal vez ese anagrama de agua y cemento era un anticipo de los múltiples árboles silentes de Middlebury.
Al llegar a la solitaria y tranquila ciudad, me encontré con Nicholas Durrell, un afable taxista con una pasión escondida. Yo no conocía a Nicholas y menos aún esperaba que fuera un elegante ciudadano del Imperio Británico que había visto la película de Carlos Saura en un escondido cine de una ciudad perdida. Ni bien apoyé mi cansado cuerpo en el asiento de su taxi, me habló de las bondades del "tiango" y de los difíciles pasos de baile. Luego mencionó que sabía sueco y pronunció, risueño, una curiosa frase en la áspera lengua nórdica, irreconocible.
Nicholas era risueño y lento al hablar, de modo que yo podía seguir sus frases desplegadas en un inglés limpio y lleno de matices. Con el alto sol en la cara, habló del suelo norteamericano como si fuera un Thoreau del siglo XXI: elogió los verdes parajes del mundo rural y rememoró su pasado inglés como si fuera el antecedente único de la gloria actual. Miró una y otra vez por la ventanilla para contemplar las "vistas" parciales y románticas del esplendente lago y elogió la lenta vida entre las apacibles montañas de la campiña.
Pero lo que me llamó la atención no fue su ardua apología del campo. Lo que me sorprendió fue que yo me encontraba un 9 de julio fuera del país, y que iba por una ruta solitaria en el taxi del inglés Nicholas Durrell, orgulloso ciudadano británico.
En medio de la ruta, Nicholas se bajó del auto y compró un paquete de snacks. En ese intervalo existencial, pensé en la independencia argentina, en la ignorancia del pueblo sobre ese pormenor y en las agitadas discusiones en la casa de Tucumán. Nicholas regresó al auto y me invitó las papas saladas. Yo no acepté.
Cansado del monótono color del asfalto, le pregunté por sus lecturas. Devorado por la pasión, Nicholas detalló sus gustos en materia de arte y me recomendó visitar el museo de Shelburne, ciudad de nombre inglés en la que vivía y que, por supuesto, le recordaba su antiguo abolengo. En ese momento, no quiso o no pudo hablar de sus lecturas.
Cuando nos detuvimos en un supermercado para que yo hiciera las compras, observé, de reojo, que Nicholas llevaba al lado de la palanca de cambios, un libro en inglés titulado Estación de trenes. Una historia social. Solo tuve que preguntar sobre su nombre para que él desgranara su afición por los trenes y por las cautivantes historias que se esconden en los rieles y en las vías. Habló de las conexiones entre Ana Karenina y los paseos en la nieve rusa, de Emile Zola, de las películas Extraños en un tren e Intriga internacional, de Hitchcock (otra vez se aparecía el fantasma del inglés), y de algunas novelas contemporáneas que se demoran en evocar las tragedias en las ruedas de acero.
Hacia el final de la tarde, ya cuando el sol posaba sus rayos cansados sobre los enormes y silenciosos árboles de Middlebury, Nicholas soltó una frase: la Argentina de Perón tiene mucho que ver con los trenes. Yo pensé en los trenes ingleses pero no dije nada: lo dejé seguir, como si su redacción oral fuera menos importante que lo que mi memoria estaba armando en secreto. Mientras Nicholas evocaba la materia noble de las máquinas durante el gobierno de Perón, yo pensé: ¿sabrá Nicholas que hoy es 9 de julio? ¿Sabrá que los trenes ingleses de su boca son una lejana sombra de la independencia abatida que hoy se festeja en un lejano país del cono sur?
© LA GACETA Fabián Soberón - Escritor. Profesor de Teoría y Estética del Cine de la Escuela Universitaria de Cine.