Pablo Gómez suele despertarse en la mitad de la noche a mirar el cielo. Se acuerda de los ojos de su pequeña Rosita, que falleció en 2002 por un cuadro agudo de desnutrición: tenía seis años y pesaba nueve kilos. Cuenta que ese día, un 13 de noviembre, caminó y caminó para llevarla al médico. No llegó a tiempo. La niña, que tenía parálisis cerebral, se le murió en los brazos. Y fue la bomba que hizo explotar el drama del hambre en nuestra provincia, hace una década. Un drama que se cobró la vida de 21 chicos y que dejó secuelas en toda una generación de tucumanos.
La familia Gómez sigue viviendo junto al nauseabundo canal Sur, en el barrio Las Palmeras, al suroeste de la capital. Ahora, 10 años después, apilaron en el fondo los plásticos y la madera que los cobijaban y duermen en dos cuartos de bloques de cemento con techo de chapa. Los construyó Pablo cuando consiguió un empleo en la Legislatura, poco después de la muerte de su hija. También pudo comprar una heladera y un televisor, cuenta orgulloso. Pero "el buen pasar" les duró poco. En 2007 volvió a quedar desempleado y a salir cada día en busca de alguna "changa" que lo ayude a solventar la familia que compone junto a su esposa y sus cinco hijos, todos menores.
En los últimos meses, el hambre volvió a castigar a los Gómez. Pese a todo, se las ingenian para que no les falte comida. Hacen malabares con los $ 2.000 seguros que les entran por mes por los dos hijos discapacitados que tienen, Pablo y Facundo, de 14 y 9 años. Los chicos padecen parálisis cerebral y no es fácil alimentarlos. Por eso, la desnutrición también se ha ensañado con sus cuerpos al igual que lo hizo con su hermana fallecida.
Sentado en una destartalada silla de ruedas y atado al respaldo con una cuerda, Pablo (que quedó como el hermano mayor de la casa) pasa las horas con su mirada perdida en la nada. No sabe hablar y, aunque quiso caminar, nunca lo logró. "El se puso muy mal después que murió la hermana; mire cómo quedó. Lo mismo le pasó a Facundo", cuenta el papá, de 46 años, analfabeto al igual que su mujer.
En este hogar marcado por la marginación y el desempleo juegan alegremente Lorena, de 12 años, Walter, de 11 y Elena, de 8. Van a la escuela, se divierten en la calle con sus amigos y antes de irse a dormir esperan a que su abuela María Angélica les caliente algo de agua sobre las brasas para poder higienizarse un poco. Son todos flacos y pequeños, detalle que su padre se encarga de aclarar: "en la familia somos todos así". "Pero comemos bien, no se preocupe. Todos los días cocinamos. Estamos bien y sé que vamos a salir adelante", dice, con una entereza que sorprende. Mientras tanto, se preocupa por llegar a su casa todos los días a las 12. "A esa hora es cuando a mi hijo Pablo le da la garrotera (sufre convulsiones) y soy único que sabe ayudarlo", cuenta, y no suelta de entre sus manos una pequeña foto de su hija fallecida. Solía abrazar todos los días una imagen grande de Rosita. Pero una noche de tormenta, el canal desbordó, el agua inundó la casa y la foto no sirvió más.
Las secuelas
El barrio Las Palmeras, de calles de barro y casas precarias, le debe su fama repentina a esa desgracia que destapó la olla del hambre en nuestra provincia. Cerca de la vivienda de los Gómez, a unas 20 cuadras, el CAPS "Corazón de María" fue el lugar de encuentro de cientos de vecinos enardecidos que, en 2002, reclamaron que los médicos habían dejado morir a Rosita. Esa misma semana de noviembre habían fallecidos otros tres chicos por bajo peso. Un relevamiento posterior detalló que en nuestra provincia habían 22.000 niños desnutridos.
Sólo en ese barrio, entonces, había más de 200 chicos en riesgo. Ahora, por los pasillos del centro asistencial son evidentes las secuelas que dejó una de las peores épocas del hambre en nuestra provincia. María Silvia se acerca durante la cálida siesta de junio para que el médico controle a su hija Rosario, una adolescente de 13 años envuelta en el cuerpo de una niña. Explica que está "enferma de los huesos". En realidad, padece lo que los médicos definen como "petisos nutricionales". Aunque han recuperado peso, su talla no es la adecuada y eso seguramente tiene sus efectos sobre el desarrollo intelectual.
El testimonio de María Silvia reflota el drama de un mal que, si bien la provincia lucha para hacerle frente, está enquistado en la sociedad, especialmente en los barrios marginales, adonde hay demasiadas necesidades básicas insatisfechas. La doctora del CAPS, Paola Martínez Lazarte, asegura que en los últimos años bajó la cantidad de desnutridos en la zona. Sin embargo, sigue siendo alto el número de enfermos: sobre un total de 1.200 chicos bajo control en el CAPS hay 65 chicos desnutridos y unos 45 que presentan riesgo nutricional porque están con bajo peso. Además, hay una buena cantidad de chicos con baja talla porque fueron desnutridos y sus cuerpos sufren las consecuencias irreversibles de ese mal. "Creo que avanzamos bastante, pero nos faltan muchas cosas que van más allá de la salud, como educación y servicios básicos. Todavía hay mucha pobreza, hay asentamientos que no tienen siquiera agua potable", comenta.
María Silvia tiene 33 años. No cuenta con un trabajo formal. Tampoco está casada. Vive de un plan y de lo que saca trabajando algunas horas como empleada doméstica. Además de Rosario, tiene otros cinco hijos pequeños. Todos duermen en la misma pieza de una casa de madera, sin agua potable, sin baño, sin luz. "No estamos muy bien, pero no falta la comida. Hoy cociné fideos", dice. Y recuerda: "en otras épocas, a estas horas (las 3 de la tarde), los chicos todavía no habían probado bocado".