Miguel, a quien amigos y conocidos apodan Micky, es un guerrero que se apellida Guerrero. El hoy secretario administrativo de la Defensoría del Pueblo es uno de los tucumanos que peleó hace 30 años en la Guerra de Malvinas. Su testimonio es una muestra cabal de lo que fue esa conflagración, a menudo envuelta por un manto de neblina. Porque aunque sus vivencias son únicas, como la de todo ex combatiente, dan cuenta, a escala, de la totalidad del infierno. Porque, como se ha dicho, en una guerra la única verdad es la muerte. Todo lo demás es mentira. Hasta tal punto que Miguel y sus compañeros de armas seguían luchando cuando la guerra ya había terminado porque la Argentina se había rendido. Hasta tal punto de que Micky advierte que esa guerra, en realidad, nunca termina.
"Me tocó pelear en Puerto Argentino. En lo que nosotros llamábamos la Loma Seis, y que los kelperse denominan Cortley Hill. Pero no estábamos del lado que mira a Puerto Argentino, sino del opuesto. Por donde creíamos que iban a llegar los ingleses", relata el hombre de ojos claros mientras toma un café oscuro.
Guerrero hizo el servicio militar en la Infantería de Marina y lo llevaron a las islas el 10 de abril: la fecha de su cumpleaños. Ocho días después de que se concretara el desembarco argentino.
- Uno iba con cierto temor.
- ¿Con el miedo de la responsabilidad?
- ¿Sabés? Descubrí hace poco que la palabra "responsabilidad" tiene mucho que ver con lo que nos pasó. Los del servicio militar ni éramos personal de carrera de las Fuerzas Armada ni tampoco voluntarios. Estábamos obligados a ir a la guerra. ¿Por qué fue uno? Ni porque quería irme ni porque me obligaron a hacerlo. Nadie quiere estar en el infierno, pero tampoco sentía el peso de la obligación cuando me dirigía hacia allí. Hace poco me di cuenta de que estábamos ahí, con 19 años, por un sentimiento de responsabilidad. Uno se sentía responsable. A esa edad, asumir esa responsabilidad... Eso era lo que a uno lo mantenía en la línea que tenía que defender.
La llegada
Micky estaba en el Batallón de Infantería de Marina 3. El grueso se quedó en Tierra del Fuego. Y de los que fueron a Puerto Argentino, él se quedó con un grupo pequeño en una "sección a la orden": se encargaban desde hacer guardias hasta descargar equipos. "A cargo había un cabo segundo, así que cualquiera le daba órdenes, y nos tenían de un lado para el otro. Nunca llegamos a tener, verdaderamente, una posición. Apenas comenzábamos a cavar pozos de zorros, nos movían a otra parte. Ni siquiera sé dónde quedó mi equipo: había que trasladarse liviano, así que uno cargaba poca comida, que era difícil de conseguir, y yo tiré la mascara antigás y en su lugar puse municiones".
Esa era, por cierto, la parte no letal de los problemas de coordinación. "Nos posicionábamos en los techos de las casas y no sabías si te tiraban los ingleses o tus propios compañeros. Había mucha confusión. A mi me tiraron cerca dos veces. En una oportunidad, el tiro dio en una tabla, al lado de mi cabeza. En otra, terminó derribando una de las bolsas de arena que yo tenía en la posición", asusta el hombre que nunca, durante la entrevista, pierde el tono sereno.
Ese no será el desorden más grave que le tocará vivir a Guerrero.
La rebelión
Ya no sólo es un problema comer, porque no hay qué. Hacia los días finales de la Guerra de Malvinas también era un drama descansar. "Circulaba el rumor de que un combatiente argentino se había quedado dormido y lo había degollado un enemigo", narra Micky, y aclara que eso nunca llegó a confirmarse, pero que entonces era más que suficiente para mantenerlos inquietos.
"Estando en Camber, en una casa de piedra al lado de tanques con combustible, aislados, con los combates cerca e intuyendo que el desenlace estaba cerca, se nos presenta un cabo principal enfermero para aconsejarnos qué hacer en combate. Éramos 14. Nos dice que mucho no va a poder hacer y que si nos herían y sentíamos olor a materia fecal, lo mejor era que los propios compañeros ajusticien al herido, porque nos habían reventado el intestino. Entonces uno de mis compañeros, Carlos Daniel Vitulio, le dice que él es enfermero, que tiene morfina, y que iba a atender al que fuera herido. Pero el cabo principal le ordena que se quede en la retaguardia para atender ahí a los heridos que lleguen del frente, que estaba a cuatro kilómetros. Vitulio se niega porque ya había dicho que nada iban a poder hacer. Y cuando el cabo principal empezó a discutir, cargamos los fusiles y le apuntamos: Vitulio, que también le apuntaba, le dijo que venía con nosotros. Y así fue. El, pudiendo quedarse atrás, vino con nosotros. Dentro de la responsabilidad que nos tocó, mi vida dependía del que estaba al lado mío".
Las visiones
Finalmente, los llevan a la Loma Seis y allí, por fin, tendrán un oficial como jefe. "Era el teniente (Alfredo) Imboden, padre de Facundo Imboden, que jugaba en Boca. Era un tipo fenomenal: estaba en la primera línea de batalla. El día que nos llegó comida, después de varios días, todos comimos, menos él, para dar el ejemplo. Fueron los días en los que la compañía tuvo la moral alta. Porque de noche, desde la Loma Seis, sólo se veían las bengalas que lanzaban los barcos ingleses y las tragantes luminosas. De lejos, parecían fuegos artificiales. Pero detrás de cada luz había muertos. Ni la peor película se asemeja mínimamente a la guerra. Porque el cine son espectáculos, mientras que esto, la guerra, es la muerte", contrasta Guerrero, con los ojos brillosos.
En esa posición, Micky fue voluntario para reforzar la posición de una batería antiaérea, hizo de apuntador nocturno con un visor que amplificaba la luz y aprendió que cuando se corre en zigzag para cambiar de posición, no se escuchan las balas que le disparan, sino sólo el ruido con el que pican en las piedras que están bajo sus pies.
Allí recibió a unos capellanes que se presentaron a confesarlos, pero que les dieron bendiciones y les hicieron cruces en la frente con aceite consagrado. "Después supe que, en realidad, me estaban dando la extrema unción". Vio una quincena de argentinos replegándose desde Wireless Ridge, ya con las primeras luces del 14 de junio de hace tres décadas. "Corrían, sentían que les arrojaban bombas, y se tiraban cuerpo a tierra. Era increíble. Se movían a la izquierda y hacía allí caían los disparos de morteros. Se movían a la derecha, y lo mismo. Y entre bomba y bomba, había algunos que ya no se paraban".
Cuando amanece, Imboden los manda a cambiar de posición. Quedan definitivamente de espaldas a Puerto Argentino. "Las bombas nos caían a 50 metros y descansábamos. Cuando caían a 20 metros, nos movíamos un poquito. Estábamos tan cansados que la idea de que nos cayera una bomba nos importaba muy poco". Pero en ese momento, Guerrero vivirá el miedo más vívido que conserva del conflicto. Y no por la avanzada de las tropas inglesas, que calculaban en unos 2.000 efectivos, en dirección a su posición.
"El sol ya estaba alto, por detrás de la loma salieron dos helicópteros británicos. Ni siquiera hacían ruido. Aparecieron de repente. Y, de manera sincronizada, bajaron las trompas y nos apuntaron con todo lo que tenían. Pero no dispararon. Se quedaron ahí. Nuestro jefe atinó a mirar con los binoculares hacia Puerto Argentino. Y se dio cuenta de que estaba flameando la bandera británica. O sea, habíamos estado combatiendo después de que la guerra había terminado. Imboden nos dijo 'muchachos, bajen despacio las armas'. Así lo hicimos. Y los helicópteros, milagrosamente, levantaron las trompas y se fueron. Podían habernos matado a todos, pero se fueron".
Los finales
"Tengo problemas de amnesia. Esa última batalla comenzó a las 22.45 del 13 de junio y terminó a las 9 del día siguiente, pero para mí el combate no duró más de media hora", confiesa el guerrero.
Sí conserva, en cambio, las memorias posteriores.
"Conocí al Regimiento 7 en los campos donde nos concentraban los británicos. Eran tipos destruidos. Habían luchado hasta lo último", rememora. En efecto, para los platenses, las de Monte Longdon y de Wireless Ridge no fueron dos batallas sino un solo combate de 56 horas ininterrumpidas, contra un enemigo británico superior en número, medios y recursos. En el campo de batalla dejaron 36 muertos y 152 heridos, el número más alto entre las unidades movilizadas por el Ejército Argentino en las Malvinas
"Los de Patricios también la pasaron mal. Recuerdo que le di un chocolate a uno de ellos, que estaba tan mal que creía que yo era su padre", se angustia Miguel.
Estando detenido, el tucumano que llegó a alimentarse de carne podrida recibió la mejor comida de toda la guerra. "Comenzaron a aparecer las raciones. Parece que salieron de un depósito de los oficiales. Yo no vi el depósito, pero sí la comida. Cajas y cajas. A nosotros nos tocaba antes, con suerte, la ración K: estofado en lata pequeño, cuatro galletas Criollitas, pastillas de alcohol para usar de quemador, azúcar, un saquito de te, por ahí un Marlboro 10 y una pequeña mermelada".
Pero ese no iba a ser el mayor contraste. "Nos dieron la baja del servicio militar en marzo de 1983. O sea, no es que se terminó la guerra y volvimos a casa. Éramos los bichos raros. No nos querían. En los cuarteles sentimos los celos de unos y la revancha de otros, pero afuera sentimos la vergüenza del país por perder esa guerra. Hicieron que a esa vergüenza la sintiéramos nosotros. Fuimos y actuamos como debíamos, con 19 años de edad, pero volvimos a que nos hicieran sentir vergüenza de haber ido a defender nuestra patria. Por eso hay tantos suicidios entre los ex combatientes. Hay muchos compañeros para quienes la guerra no terminó".
Se calla. Respira hondo.
"Mis amigos y mi familia me ayudaron mucho. Uno siente que debe revisar las acciones que tengan que ver con lo que fue Malvinas en sí, pero no sólo por una cuestión de carácter general, sino por razones personales. Por las vivencias que uno tuvo y en honor a la gente que peleó y murió allá. Por los que volvieron y por los que no volvieron. No tiene que caer en saco roto lo que se hizo. A uno no le gusta usar la palabra heroico, pero es lo que más le cabe a mucha gente que no se merece el olvido... Trabajo en la Defensoría del Pueblo, lo que para mí es una tarea noble: es muy importante poder ayudar a los demás. Para todos los veteranos, tareas como esa te ayudan a vivir". Y entonces completa lo que había dejado inconcluso.
"La guerra no termina y es por la culpa que se siente. La culpa de no haber muerto en las islas. Algo así como no haber cumplido con la misión de morir ahí, a costa de que otros sí murieran. Unos lo superan", confiesa Miky, casi rezando. "Otros no", dice Guerrero. Y Miguel se despide. Y el guerrero se va.