Y para colmo, yo veo poco. Por eso debemos salir de los corrales antes de que se cierre la noche: están abajo del callejón, a la altura del río, rodeados por árboles y fuera del alcance de cualquier farol voluntarioso. Pero siempre terminamos demorando. Un pelero que se cae, un portón que cuesta cerrar, el canto de una pava del monte que vale la pena detenerse a escuchar, la importancia de comprobar que haya agua suficiente para los caballos. Al igual que el sábado anterior (y el anterior y el anterior), los minutos se van con la luz y mi amigo Charly y yo nos vemos obligados a adivinar una vez más dónde están las piedras de siempre, el hormiguero inoportuno, el sendero inmóvil. Pero la noche generosa de Raco nos prendió un reflector. Y en los corrales vimos hasta nuestras sombras.