Un pueblo se define por su patrimonio, eso es lo que le da identidad. De allí la necesidad de conservarlo a toda costa: estamos resguardando un pedazo de historia", declaró hace pocos días la restauradora italiana Antonella Santori Merzagora, venida a Tucumán para dictar un curso sobre su disciplina en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UNT. Y añadió que "antes de pensar en restaurar, es necesario conservar, a fin de que ese patrimonio, ya sea arquitectónico o artístico, no sufra deterioro".
Estas y otras expresiones de la especialista, resultan sumamente aleccionadoras para nosotros.
Como es bien conocido, nuestra ciudad no se caracterizó especialmente por cuidar su patrimonio de edificios. Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, demolió sin miramientos la Casa de la Independencia -de la que sólo se salvó el Salón de la Jura- e hizo lo mismo con su Cabildo colonial, que otras ciudades argentinas cuidaron celosamente de conservar.
Son solamente un par de ejemplos de la acción devastadora de la piqueta, que operó sin descanso desde entonces sobre edificios públicos y privados tucumanos. A tal extremo que puede decirse, sin exagerar, que hoy nuestro acervo arquitectónico puede apreciarse solamente a través de las fotografías, y eso en el caso de que alguien las haya guardado. Los casos de restauración han sido entre nosotros extremadamente raros, y debe subrayarse como mayúscula excepción, la tarea llevada a cabo por la Federación Económica de Tucumán, en su magnífico local de calle San Martín frente a la plaza Independencia.
Mantenemos pues una gran deuda en esa materia, con las generaciones que vendrán. La restauradora Merzagora advierte que hay que intervenir para evitar que el paso del tiempo siga degradando los edificios. Se trata de "intervenir para evitar el olvido", porque "la historia de cualquier objeto es importante, ya que nos habla de una época que ya pasó": es una apelación donde está implicado también el porvenir, dado que "una sociedad que no mantiene vivo su pasado no tiene identidad; y sin identidad, una cultura no tiene futuro posible".
A comienzos de este año, informamos sobre el avanzado deterioro de la capilla de La Candelaria, en Villa Chicligasta. Fue edificada en el siglo XVIII y es uno de los locales religiosos más antiguos del noroeste argentino.
Su condición de "monumento histórico nacional" -que tiene desde 1944- debiera poner a La Candelaria a salvo de semejante descuido, pero no ocurre así. Y también es monumento nacional el templo de San Francisco, en pleno centro de la ciudad: de la avanzada ruina que presentan muchos de sus sectores nos hemos ocupado más de una vez.
La cuestión es clara. Los edificios valiosos deben ser, en primer lugar, conservados, para que el tiempo no termine con ellos. Y si la destrucción les ha caído encima, deben ser restaurados con el cuidado que corresponde y a cargo de expertos en tales materias, al margen de toda improvisación.
Para concretar tales propósitos, el Estado tiene el deber de destinar un presupuesto suficiente. Se trata de un rubro con derecho a ser considerado dentro de un gasto público que, con mucha frecuencia, atiende propósitos que bien podrían postergarse.
En el caso de los monumentos nacionales, resulta obvio que la Nación es la responsable. Debiera cuidar de que el presupuesto destinado a ese orden no se concentre en los locales de Buenos Aires -como es bien frecuente- sino que atienda equitativamente las necesidades de los monumentos que existen en las provincias.