Las historias de fantasmas y de apariciones siniestras siempre han tenido un enorme magnetismo sobre los guionistas, porque saben que hay mucho público encantado con la idea de asustarse dentro de una sala de cine. Los argumentos de este tipo de películas suelen ser un pretexto para que en la pantalla se den situaciones de tensión que conducen a un clímax que hace que el espectador salte de la butaca. A lo largo de la historia del cine han habido grandes filmes que respaldaron estos momentos con una sólida trama argumental.
No es el caso de esta película dirigida por James Watkins y protagonizada por Daniel Radcliffe, quien está luchando para independizar su carrera actoral del fuerte sello que le imprimió el personaje de Harry Potter. El filme está correctamente ambientado en un pequeño pueblito de la Gran Bretaña de fines del siglo XIX; mientras relata una sencilla anécdota que implica la muerte en extrañas circunstancias de varios niños, la película se convierte en un muestrario de las típicas situaciones terroríficas de los filmes del género: se suceden entonces escenas en semipenumbra en las que se perciben movimientos en segundo plano, picaportes que giran, apariciones repentinas, juguetes mecánicos que cobran movimiento, puertas que se cierran (o se abren), chillidos y gorgoteos varios en la banda de sonido, melodías de cajitas musicales, truenos y relámpagos. El problema es que la trama que debe sostener este repertorio de escenas terroríficas resulta algo débil y, en muchos casos, también obvia. Lo curioso es que, a pesar de todo, el director logra su propósito y consigue darle varios sustos al espectador. Se apoya en una correcta fotografía y en una excelente ambientación, no sólo de los interiores de la siniestra mansión en la que se desarrolla gran parte del filme, sino en los desapacibles paisajes que la rodean. Y también en la tarea de los actores (Radcliffe incluido), que cumplen satisfactoriamente con su cometido.