Gran mérito doble del director-guionista Tate Taylor en su segundo largometraje: concreta un relato de casi dos horas y media en el que la intensidad dramática no decae casi nunca y conduce un elenco de actores con puntos interpretativos muy altos. El resultado es una película que atrapa al espectador no sólo porque los hechos que relata son extremadamente potentes sino porque los recursos cinematográficos sobre los que se apoya son eficaces.
A tal punto que, si bien queda claro que apela a ganchos emocionales y que los hilos de la trama están hábilmente tejidos para conmover al espectador, la realización convence y el público se entrega sin reparos a los vaivenes de la narración. La pintura de la población sureña de los EE.UU. en los comienzos de los años 60 es sobresaliente, no sólo por los detalles formales de la recreación de una época que está todavía en la memoria de muchos espectadores sino porque también resulta convincente la trama de las relaciones humanas entre los miembros de la pequeña comunidad en la que se desarrollan las historias.
El hecho de que la película muestre el punto de vista de los blancos sobre las vivencias de los afroamericanos no le suma ni le resta nada a la propuesta: en todo caso, es una muy buena exposición de un punto de vista sobre un problema complejo en una época caracterizada por posiciones diametralmente opuestas.
De todos modos, la película convence, emociona y entretiene. Y en gran medida lo logra porque presenta enormes actuaciones, como las de Viola Davis (inteligente, sutil, expresiva en el papel de la sirvienta Aibileen) y Emma Stone (la aspirante a escritora que decide reseñar las vivencias de las domésticas negras). También sobresalen Octavia Spencer y Jessica Chastain (candidatas al Oscar) y la entrañable Sissy Spacek en una breve participación. A pesar de que en algunos tramos las situaciones y las reacciones de los personajes bordean lo esquemático, el filme redondea una propuesta más que interesante.