Por Roberto Espinosa
Ustedes y la gente que lo conocieron poco podrán decir de él muchas cosas, pero nunca que fue un cobarde. Porque siempre fue un macho... de esos que ya no hay.
Claro, mientras el Cholo pegaba, pegaba y ganaba, era el más grande, la maravilla, el bumerán criollo, el artista del cuadrilátero. Había que verlo cuando los periodistas y los cusifai querían subirle los humos a la cabeza chupándole las medias. No vaya a creer que se hacía el pulido o se las daba de farabute. No. Sacaba su sonrisa humilde y les decía: "Muchachos, ya me va a llegar el turno a mí también". Sencillo, medio bruto, pero de buen corazón, se hacía querer adonde iba y no faltaban los jeteadores y las percantas que le morfaban hasta las entrañas.
El Cholo le galopiaba la cara a cazotes a sus rivales y sus peleas eran soliloquios; no duraban ni cinco rons. Yo todavía me acuerdo cuando al Cirilo Gómez, que pintaba como compadre fajador, le arrugó los ojos en la segunda vuelta. ¡Qué zurda que tenía! Era capaz de desacomodarte los riñones y los intestinos si te pegaba en el hígado. Y cuando terminaba de noquiar a algún cerote, largaba un resoplido feroz como si se hubiera sacado toda la bronca de encima. Porque mientras estaba con nosotros era un pan de Dios, pero arriba se transformaba y entraba a desparramar golpes hasta que lo desmoronaba al adversario.
Después, nos miraba y suspiraba como diciendo: "¡Y bueh!, fue otro más".
Mi abuelo sabía decirme que cada suspiro es un pedazo de vida que dejamos escapar. La verdad que yo no entiendo mucho de esas cosas, esas filosofadas, pero creo que eso le pasaba al Cholo.
El hombre tenía sus vicios. Le gustaba chupar y tenía un formayo macanudo que lo enloquecía. Cuando estaba con ella, el Cholo era otro. No sé cómo explicarte, pero yo lo veía distinto y mirá que lo conocía desde pibe.
¡Qué querés que te diga, hermano! Parece que estaba condenado a ser un infeliz porque si a alguien quiso fue a ella, la Lita, la "Pelada", como le decían. Y ella, como pocas, ni lo engañó, ni lo vivió. Te aseguro que... lo quería, sí, lo quería con patas y todo. Y cuando murió en el accidente, el Cholo se desinfló.
No se quería entrenar, no quería vernos. Se encerraba a chupar y salía sólo a comprar tintillo. ¡Pobre Cholo, cómo sufría! Tenías que haberle visto la cara, parecía que le habían pegado un tortazo en el alma. Y los amigotes lo cargaban: "¡Qué hacés, bolas tristes!" Y él se callaba, cosa que no hubiera pasado estando bien.
No cambió más esa cara. Yo le decía: "Cholo, hablá, contame qué te pasa, hermano, no podés seguir así. La gente me llama y me pregunta cuándo vas a volver al rin". Y él nada, pobrecito, se quedaba mirándome sin verme.
Pasaron los años y ya nadie se acordaba de él. Todos los caraduras que le chuparon la sangre mientras tenía, lo dejaron solo, abandonado. Los periodistas no volvieron a nombrarlo en sus crónicas deportivas. Se le daba por llorar y vivía ebrio, peliando con los vecinos, conmigo que lo mantenía, con don Fidel, el gallego de la esquina, que no quería venderle vino y que lo había bautizado "Calentador apagao".
Y yo le hablaba: "Cholo, acabala, la Lita ya se ha muerto, no las vas a resucitar en un vaso de vino. Matalo al fantasma y volvé a ser el de antes. No te das cuenta de que te estás voltiando a sopapos vos solo". Levantaba la mano para manotiarme, pero no tenía fuerzas ni para rascarse la nuca.
Una tarde, me acuerdo que entré en la pensión. Todo el mundo me saludó bien, cosa que me sorprendió porque doña Filomena, la dueña, nos miraba desde hace tiempo con cara de lechuza viuda. En realidad, sean viudas o no, las lechuzas siempre tienen la misma cara. Como te iba diciendo, hasta doña Ramona, una solterona fulera como la desgracia, me saludó con una linda mueca. Le pregunté a doña Filomena si había sacado la grande o si no me habían ido a buscar los guiteros y me contestó que más o menos había sacado la grande porque el Cholo había salido esa mañana afeitado y bien empilchado.
Quería volver a peliar. Quería entrenarse y sacarlo a trompadas del rin al "Manosanta" Guirado. Le decían así porque los tocaba, quedaban duros y mansos y después caían.
"Cholo, el ?Manosanta? tiene veintitrés años, es un mocoso fuerte y vos ya tenés treinta y cinco. "¿Por qué no hacés primero unas peleas para ver si podés volver a ser el de antes?" Y él, nada. Se encerraba en que tenía que trompiarlo al pendejo.
Comenzó a entrenar y cada vez que salía del gimnasio, caminaba doblado como si los esparrins lo hubieran torturado a golpes. "Cholo, no peliés, te van a masacrar". Y él: "¡Qué va a hacer ese pibe que voltea bofes! Esperá que lo agarre".
Finalmente, llegó la noche de la pelea. Hasta un minuto antes: "Cholo, hermanito, estás a tiempo, largá, no seás tonto, yo te consigo un buen laburo. Olvidate del boxeo".
La gente se desbarrancaba en las tribunas. Los relatores comentaban las alternativas como loros tartamudos. Estábamos en el rincón con el Cata Díaz, el Braulio Martínez y el Quirquincho Trejo. Le dimos los últimos consejos y sonó la campana. El pibe salió hecho un potrillo y el Cholo lo resistió devolviéndole como un santo varón. Y después... después se desinfló. El Cholo no tiraba. "Cholo, ¡movete, girá, tirá la zurda! ¡cruzalo con el cros!" Y el "Manosanta", le sacaba astillas a los moretones del Cholo.
Llegó la octava vuelta y el Cholo: "Hermano, estoy muerto, este pendejo es una roca; parece que no le duelen mis golpes..." "...Y se mueve tanto que no lo veo". Le limpiaba las heridas de la cara. Tenía un ojo semicerrado. "¡Cholo, te voy a tirar la tualla!" "Si lo hacés, te reviento".
Siguió recibiendo golpes a diestra y siniestra hasta que, de pronto, el Cholo pareció encontrar el último cacho de bronca que le quedaba y sacó un terrible apercap que sacudió el mentón del "Manosanta". El pibe miró al público con una cara abobalicada, giró y cayó rebotando en la lona... ¡siete... ocho... nueve... aut! La gente dura, sorprendida, callada.
¡Ah, qué zurda que tenía el Cholo! Corrimos a abrazarlo y se reía como un loco. Mientras tanto, el público había ganado el rin, lo alzaba y lo ovacionaba y gritaba: "¡Cholo, Cholo!"
El "Manosanta" estuvo inconsciente durante dos minutos, y su mujer, que no se perdía pelea del mocoso, lo insultaba, le gritaba suciedades y el Cholo, el Cholo se reía, se reía y suspiraba como si estuviera largando los últimos pedazos de su vida.
Así es, hermano, vos no lo conociste. Te aseguro que lo hubieses querido como yo lo quise. Ayer, se nos fue para siempre en el hospicio. Me contaron que se reía a carcajadas y manotiaba en el aire como si estuviera noquiando un fantasma.
Te pido un favor, hermano. Hacele una buena crónica.
(C.) LA GACETA
Roberto Espinosa.- Periodista y escritor. Autor de El caracol de los sueños.