Hay que rascar con ganas el tacho para encontrar el misterioso origen de la achilata. Ese heladito de calle que saltó los penosos días de marginalidad, de madre pegando chirlo en la mano, y consiguió pintar los corazones de locales y visitantes.

El misterio de la achitala debería desvelar a desvelados, escritores y poetas. Su origen esquivo abarca desde su nacimiento (¿quién fue el autor de semejante golazo?), hasta el motivo del desenfrenado gusto del público por uno de los productos de más artificial sabor que se haya creado. Pero lo más importante también es un misterio: la receta.

"Es una mezcla de agua, azúcar, colorantes, esencias y hielo", dice un fabricante. Pero la cara cambia y el tono de voz también cuando se quiere indagar un poco más.

- ¿Esencia de qué? -pregunta el cronista viendo un frasco de granadina ultraconcentrada.

- Bueno... eso depende de cada uno. Cada fabricante tiene su fórmula y es difícil que te la diga.

Era la tercera persona que repetía esa frase. Viviana, una vendedora de helados al por mayor ya lo había advertido: "los años que llevo en esto y nunca conseguí que me den la receta. Yo la vendo porque se consume muchísimo", dice la señora desde la puerta de su casa en un barrio de la capital.

El "maestro achilatero" que nos abrió la puerta de su laboratorio de alquimia, instalado a pasitos del barrio Juan XXIII, no quiere dar su nombre. "Es que la Dipsa (Dirección de Producción y Saneamiento Ambiental) me tiene loco", se justifica, pero está dispuesto a mostrarnos algunos de sus secretos.

Llegamos hasta ahí por recomendación de varios vendedores ambulantes. "Yo te digo dónde es, pero de ahí a que llegués y que salgás es otra cosa", había advertido uno de ellos en la peatonal, con el sol de sombrero en plena siesta tucumana. A esta altura, y tras varios intentos, la inocente fantasía de que cada achilatero hacía su propia achilata, que se pasaba la noche despierto creando la magia que vendería al día siguiente arriba de su bicicleta, se había esfumado: todos compran en fábricas y nunca quieren decir dónde. Pero semejante advertencia hacía pensar ya no en misterio, sino en una omertá que protegía todo lo vinculado al helado rosita.

El hombre sin nombre abre la ventana del portón de chapa y mira a los alrededores. No había moros en la costa, sólo un cronista de LA GACETA que con simpatía de coordinador de viajes explicó: "venimos a hacer una nota sobre la fabricación de la achilata, un producto tan tucumano, ¿no?, que no se hace en otros lados y que se consume mucho más que el helado en la calle, ¿no?". La sonrisa entre cómplice y orgullosa dice que la batalla ha sido ganada. El hombre sin nombre por temor a la Dipsa, "y a las cargadas de los amigos", corre el portón y los misterios comienzan a revelarse.

Marginal

Más de un niño de hoy y de ayer habrá sido víctima de la cruel prohibición de comer achilata. Madres que no hacen más que cuidar con fuerza la salud de sus hijos ante la amenaza de un alimento que se vende en la calle, sin controles ni cuidados de ningún tipo. Pero es tan rica y veraniega...

"No me gusta que los chicos tomen achilata, los tengo penados con que compren en la escuela porque no saben en qué condiciones viene", asegura Rosa Mendoza mientras compra una gaseosa en un ambulante de la Plaza Independencia.

Si supiera Rosa la cantidad de madres que prohibían a sus hijos comprar juguitos en los ?90 y, sin embargo, lo único que hacían era aumentar las ganas de tomar esas bolsitas plásticas cuyo gusto recuerda tanto a la achilata.

"La desconfianza viene por cómo se lo hacía antes", asegura el fabricante sin nombre, que terminó negociando que se lo mencione como "Helados Nessa". "Los mismos vendedores eran los fabricantes -prosigue- y llevaban en la bicicleta un fuentón con hielo y sal y el tacho de achilata dentro. Mientras andaban iban batiendo para que se congele y no se decante", narra.

"El nombre viene del italiano que la empezó a hacer, que era apellido ?Chilato? o algo así", avanza el compañero del heladero. En esto no coinciden con otras versiones que circulan en la calle, ni con la de Wikipedia (sí, la achilata tiene una entrada en la enciclopedia más grande del mundo), que indican que el nombre viene del grito "hay gelata" que proferían los vendedores inmigrantes italianos. "En mi infancia -dice el heladero Nessa- tenías que salir a comprarla con un jarrito en la mano y ahí te la servían". Hoy la achilata se sirve en vasitos de cucurucho o de telgopor.

Lo cierto es que con un poco de labia de los vendedores, más la avidez de los turistas por vivir, sentir y probar lo más autóctono, la achilata está siendo tema de conversación en blogs, en Facebook -donde cuenta con su propia página y tiene casi 41.000 "me gusta"- y hasta en mesas familiares foráneas. "Cuando fui la última vez a Buenos Aires, toda mi familia hablaba de la achilata tucumana. ¡Y eso que yo la fabrico hace tres años!", dice el ayudante de Helados Nessa, oriundo de la capital argentina.

"Si visitan Tucumán, tengan siempre a mano unas monedas para la achilata, sobre todo si les toca dar un paseo bajo el cálido verano tucumano" recomienda el dueño del blog "Un porteño en Tucumán". En realidad, ya no son monedas, porque una achilata puede costar entre $ 3 y $ 5, pero la preferencia por este helado de agua que habita en el panteón provincial con la empanada y el sánguche de milanesa, se ve en los tachos de los vendedores, siempre más vacíos que sus competidores fabricados a la crema.