Está muy presente entre todos. Y se manifiesta todo el tiempo. Claro que a menudo pasa inadvertido para la conciencia. Pero si se agudiza el oído, aparece en todos esos padres, madres, tíos y abuelos que declaran felices ante un niño que es tan lindo, que "se lo comerían". A menudo, después, agregan que lo harían "a besos". Otras veces, no. Y, claro está, se ve en las infinidades de personas que se refieren a su pareja describiéndola como un "bombón", o una "ricura", o simplemente como alguien "muy dulce".

Desde lejos, no se ve. Desde cerca, no se nota. Comúnmente, podría decirse que eso se debe a que los resabios de la antropofagia (del griego ánthropos, "hombre", y fagein, "comer") se han naturalizado entre las personas. Pero, en rigor, con ese instinto primigenio ha ocurrido todo lo contrario: era natural y, en todo caso, ha sido culturalizado.

Precisamente, el paso del estado de naturaleza al estado de cultura, es decir, el acontecimiento mismo de la cultura, se erige, según Sigmund Freud, en tres interdicciones, en tres prohibiciones fundacionales: el incesto, el asesinato y el canibalismo, es decir, el hecho de alimentarse de individuos de la misma especie. De allí que los episodios que involucren cualquiera de estas prácticas resulten, si se quiere, naturalmente escandalizadores.

Esta semana, justamente, el fantasma primordial de la antropofagia volvió a rondar entre los occidentales. Los sudamericanos. Los vecinos de la cordillera.

Samuel Avalos, uno de los 33 mineros chilenos atrapados durante 69 días a 700 metros de profundidad, reveló que en las primeras 17 jornadas, cuando en la superficie no se sabía si estaban vivos, algunos pensaron en comerse al que muriera primero.

En un documental producido por Televisión Nacional de Chile y la BBC, Avalos dijo que pensaban que, obviamente, la situación era más complicada para los más ancianos, varios de ellos enfermos. "Esto era una suerte de quién caía primero, en eso estábamos, el que caía primero... los demás íbamos a llegar a él, igual que los animalitos", afirmó.

Otra vez, y en los Andes, el horror de la antropofagia por supervivencia (distinta de la ritual, de la preshistórica, de la guerrera o de la patológica) volvía a acechar. Luego de haberse corporizado en 1972, entre los supervivientes del accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que esperaron 72 días, entre el 13 de octubre y el 22 de diciembre, para ser rescatados.

Sin embargo, tanto la tragedia aérea de la que se cumplieron el jueves 39 años como la de quienes pudieron salir vivos del derrumbe de la mina de San José, plantea, ante el infierno de tener que comerse a otro ser humano para subsistir, el menos infernal de los escenarios: la persona por ingerir ya ha muerto por razones ajenas a los que van a dar cuenta de su cuerpo. Distinta es la "Costumbre del mar", esa situación pavorosa en la que los náufragos deben someterse a un sorteo para determinar quién será asesinado para luego ser comido... y quién será el matador. De esos casos, y de muchos otros antecedentes documentados de antropofagia, da cuenta Claudio Peña Millahual en Historia natural del canibalismo. (Ver "Datos de la...")

Y así como los hombres devoradores de hombres son muchos más de los que se supone, imaginar antropófagos es mucho más común, y sobre todo comercial, de lo que se cree. El cine, y desde hace no mucho también la televisión, convierten en inacabables ficciones de ese instinto. La saga más evidente tiene por protagonista al doctor Hannibal Lecter, o "Hannibal the Cannibal". Pero por cada una de sus películas hay centenares de largometrajes sobre otros pseudo-humanos antropógados: los vampiros y los zombies. Ellos, por cierto, no son caníbales: no comen a los de su especie, sino que son devoradores de seres humanos, de los cuales, en la forma de tejidos y fluidos, toman vida para no perecer del todo.

Pero no es el antropógofo que se insinúa en los demás sino el que no puede ser visto en uno mismo, ni en la propia comunidad, el que inquieta a Claude Lévy-Strauss en Tristes Tópicos, cuando plantea qué ocurriría si un observador de una sociedad diferente mirase nuestras costumbres judiciales y carcelarias.

"(Están las sociedades) que practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas, y las que, como la nuestra, adoptan lo que se podría llamar antropoemía (del griego emein, "vomitar"). Ubicadas ante el mismo problema, han elegido la solución inversa: expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social, manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados, sin contacto con la humanidad, en establecimientos destinados a ese uso. Esta costumbre inspiraría profundo horror a la mayor parte de las sociedades que llamamos primitivas; nos verían con la misma barbarie que nosotros estaríamos tentados de imputarles en razón de sus costumbres simétricas".

La tranquilidad de que la antropofagia es cosa de "otros" dura lo que un bocado, porque todos somos los otros.