A las 18 en punto suena el timbre en la última casa de la calle Las Delicias. Los dos o 20 segundos subsiguientes consienten un antojo de la vista: identificar la orilla del Río Grande oculta tras el matorral que pone un abrupto punto final al bucólico barrio Los Perales. El vaivén metálico de una hoja del portón verde rompe la quietud. Apoyado ligeramente en su bastón, Héctor Tizón aguarda a las visitas en la entrada de su solemne vivienda blanca. Vivaz y reconfortado por los efectos terapéuticos de la siesta, el escritor fractura la ceremonia de la presentación con una advertencia de entrecasa: "cuidado, tengo un perro muy molesto que muerde a las mujeres con pantalones".
En fila india, los contertulios se encaminan hacia una sala de estar amplia con soñada vista al río. Tizón ocupa un sillón que le permite gobernar la escena entera: los movimientos de los cronistas, el hogar con leños apagados, los libros que reposan en un estante, y los numerosos objetos de arte que insinúan anécdotas y lugares de exquisitos tiempos pretéritos.
Bigote sempiterno, ojo izquierdo ciego y rostro arrugado pero expresivo: un rato en compañía del autor de "Luz de las crueles provincias" (1995) basta para confirmar que conserva la chispa cegadora de los viejos sabios, como alguna vez lo describió el narrador Jorge Fernández Díaz precisamente en una nota para LA GACETA. La voz corpulenta y el hablar pausado de Tizón extraen frutos formidables de la maquinaria de la memoria. Y cuando fabricar un recuerdo (es decir, traer al presente ese pasado archivado quién sabe dónde) se le pone difícil, el escritor jujeño entrecierra los párpados y sueña despierto.
En el ensueño se retrotrae a la España de sus padres, a la guerra con Estados Unidos -por Cuba- que peleó su abuelo. "Después de aquello, mis familiares volvieron a Europa pero no se acostumbraron: pensaban que América era una especie de paraíso perdido. En esa época (comienzos del siglo XX) había tres líneas de barcos transatlánticos y ellos, que querían irse a Centroamérica, terminaron en Buenos Aires donde hacía frío y no había ni monos ni palmeras. Alguien les aconsejó que subiesen al norte. Y se vinieron a Jujuy, donde fueron los primeros plantadores de bananas", relata.
Entre esa inmigración y esta entrevista hay ríos de tinta atrapados en más de 20 obras y un prestigio literario internacional que Tizón lleva con desapego. Hay dictadura y exilio; amistades e intercambios con los mejores autores hispanoamericanos del siglo XX; hay un mundo ancho y largo y, al mismo tiempo, una hondísima exploración de la forma de ser de Jujuy. También hay un libro, el título que sin dudar abraza en el apuro de elegir uno solo de todos los que leyó: "El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha", de Cervantes.
"Es una historia interminable. La vez pasada estuve releyendo la parte que trata de Sancho y su anhelo de convertirse en gobernador de una ínsula. ¡Qué llamativo! ¡Sancho soñaba con gobernar una isla cuando ni siquiera había sido gobernador de su casa! Las cosas que plantea Cervantes reflejan que este había leído mucho más que libros de caballería, que conocía el pensamiento de Maquiavelo y de los tratadistas políticos del siglo XV. Uno relee El Quijote y siempre se sorprende de lo que encuentra: debería ser obligatorio para los candidatos. Fijesé que Sancho, en un momento, decide mandarse a mudar de la isla porque concluye que esa vida no le convenía. ¡Tanto desear para nada!", exclama Tizón.
Es la levadura del optimismo y no la de la insatisfacción la que, sin embargo, adoba los pensamientos del abogado, el ex diplomático, el convencional constituyente de la Unión Cívica Radical, el ex magistrado, el novelista y el nieto de una abuela que espantaba las culebras para que los niños pudiesen dormir. Al cabo de una hora y 45 minutos de preguntas y respuestas, cuando el atardecer avisa que la plática debe concluir, Tizón suelta esta jaculatoria: "tenemos el deber de soñar una y otra vez. Los sueños deben servir para vivir y no para aprender a morir".
-¿Los años consumen las ganas de escribir?
-Con el tiempo se acumulan tantas páginas que uno ya siente miedo... de la posibilidad de repetirse. Y, en consecuencia, de esconder que quizá ya no quede nada para decir. El temor desaparece, no obstante, ante la hoja en blanco. Cuando uno se cae en el mar, no tiene más remedio que nadar. El hecho de escribir nace del hecho de escribir mismo. Yo tenía hace tantos años un profesor de box que me decía: "a medida que uno va convirtiéndose en un buen combatiente va creciendo el temor...". Cuanto mejor se pelea, mayor es el temor porque, en el fondo, hay más conciencia de los defectos. Eso lo observé también en otros autores. Fundamentalmente en uno que fue muy amigo mío, Juan Rulfo.
-...Que solamente pudo escribir dos obras breves: "El llano en llamas" y "Pedro Páramo".
-Y después... mentía. Cuando le preguntaban qué estaba escribiendo, en el acto inventaba una historia. Hasta incluso le ponía títulos porque Rulfo sentía que faltaba a su deber de escritor si no producía nada.
-Usted, por el contrario, publicó sin cesar desde 1960. ¿Cómo empezó en el oficio?
-Tengo una reminiscencia vaga al respecto. Me consuela pensar que cada vez habrá menos memoria humana en el mundo como consecuencia de acumular conocimiento en las maquinitas. Antes aprendíamos las tablas de multiplicar y los tiempos verbales en la escuela repitiendo inclusive con ritmo. Los niños del presente pueden prescindir de esto aunque a costa de uno de los dos grandes impulsos vitales del hombre: la imaginación y la memoria.
-¿Qué posición adoptar, entonces, frente a los adelantos tecnológicos?
-Tenemos que aprovecharlos, pero sabiendo que son limitados. La humanidad no ha avanzado por la acumulación de saberes, sino por la imaginación. (Cristóbal) Colón no era un técnico en navegación ni un cartógrafo y, sin embargo, imaginaba que podía haber un mundo más allá del horizonte. Y esa obstinación, esa convicción, le permitieron descubrirlo. Los viajes siderales no nacieron de los conocimientos siderales, sino de los sueños de (Julio) Verne: sus excursiones a la luna inspiraron las excursiones reales. Todo en la vida sucede un poco de esta manera. La imaginación señala el camino; después, el azar, la casualidad y la suerte se organizan para concretar el cometido.
-¿Usted se vale de la computadora para trabajar?
-Me preguntaron cómo comencé a escribir y la verdad es que no me acuerdo, porque tampoco me acuerdo cuándo comencé a leer. Escribía a mano al principio y, qué ironía, ahora que estoy terminando, también. Me queda poca vista: este ojo (se señala el izquierdo) ya lo perdí. De modo que tuve que dictar mis palabras a un escribiente: así hice con mis últimas sentencias de juez y libro ("El resplandor de la hoguera", 2008).
-Al final, parece que ser escritor le sirvió para hacer todo lo demás.
-Sí, hasta tal punto de que he quedado convencido de que no se puede ser juez si no se conoce la literatura.
-¿Y se puede ser un intelectual políticamente comprometido sin perder la independencia de criterio?
-Sí es posible y necesario mantener la autonomía de pensamiento. Lo peor que puede hacer un intelectual es convertirse en lo que el Partido Comunista llama "un cuadro político". En esa situación, la razón debe subordinarse a la ley del verticalismo.
-El siglo XX tuvo mucho que ver con esas tensiones. ¿Qué fue lo mejor de aquellos 100 años?
-El momento en que el mundo se dividió de tal forma en que quedó muy claro quiénes estábamos con la verdad, la justicia, la dignidad y la democracia, y quiénes estaban con el fascismo. Por ejemplo, durante la Guerra Civil Española. Pese a todo el dolor, era fácil vivir porque teníamos las cosas claras. Cuando se mezclaron, a partir de la caída del muro de Berlín, entramos en una crisis total de la que todavía no hemos salimos. Parece que somos todos iguales y, sin embargo, no es cierto. En 1989 surgió el poder hegemónico del dinero que padecemos en el presente. Uno recuerda a la Europa de los escritores y artistas de la posguerra... y es ridículo lo que pasó. El gran poder del dinero, de la dictadura financiera, destruyó la gran ilusión de mis padres.
-¿De qué estaban hechos esos anhelos?
-De valores no contaminados. Muchos dicen que estos han muertos con las ideologías, pero esto es una mentira. Pueden haber muerto las ideologías encasilladas en principios y dogmas, pero las esperanzas no pueden morir. Fíjense en lo que está pasando en Portugal, Grecia e Italia. Miren el caso de España: yo conocí un país duro y oscuro, "la España de la pandereta", como decía Antonio Machado, donde la gente comía cáscara de patata freída con aceite de lata de sardinas. En el último cuarto de siglo, ese pueblo se convirtió en estandarte de la moda, del consumo compulsivo, de la acumulación. Y ahora se cae de nuevo. Es tristísimo.
-Y sin embargo usted cree que el presente es alentador...
-Nunca vamos a estar tan mal como estuvimos. Las enfermedades me han hecho pensar, por supuesto, en lo efímero de la existencia y esa buena costumbre que tenían los hombres antiguos, que antes de levantarse de la cama pensaban "es otro día el que vivo". Esta idea equivale a una píldora de optimismo administrada en la primera hora del día.
-¿Existe la felicidad?
-Creo que no. Eso que llamamos felicidad es un pequeño impacto de las circunstancias. No somos felices aunque podamos llegar a sentirnos así por un rato. Lo curioso es que ignoramos lo que nos produce esta sensación: quizá la actitud de búsqueda es lo que causa la felicidad.
-Como el deseo de Sancho Panza...
-Claro, claro. Lo que lo hace vivir es la fantasía de la ínsula y lo que lo hace morir es no desear más. Por eso, al final, Sancho le dice a el Quijote algo así como "no se me muera, que para eso no estamos". Pese al ruego del escudero, Cervantes escribe que, entonces, el Quijote dio su último suspiro. O sea, que se murió.