En 1840, se constituyó, bajo el liderazgo de Tucumán, la Liga del Norte, que desconocía al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, como jefe de la Confederación Argentina. Las esperanzas militares de ese pronunciamiento se apoyaban en dos fuerzas: el "Primer Ejército Libertador", al mando de Juan Lavalle, y el "Segundo Ejército Libertador", que conducía el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid. Es conocido que las desinteligencias entre ambos jefes, traducidas en maniobras desacertadas, perjudicaron profundamente la campaña.
Derrota en Famaillá
Las definiciones darían perfil dramático al año que siguió.
La fuerza de Lavalle se enfrentó con el "Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina", enviado por Rosas al mando de Manuel Oribe, al amanecer del 19 de septiembre de 1841, en Famaillá.
Fue un combate de curso veloz. Se desbandó la izquierda del ejército de la Liga, grave pérdida que no pudo ser conjurada por la escolta que Lavalle lanzó sobre el flanco de la derecha enemiga. Al no ser apoyado por los escuadrones, el movimiento terminó también en desbande. Y cuando el general ordenó a su derecha cargar sobre la izquierda de Oribe, "toda esa ala se disolvió al moverse", según narraría el general en carta a José María Paz. Y los infantes, pésimamente armados, no tardaron en huir a refugiarse en la arboleda.
En suma, la acción concluyó en desastre para el "Primer Ejército". Antes de las ocho de la mañana, todo estaba concluido. Al tener la evidencia de la derrota, Lavalle abandonó el campo. Lo mismo hizo, aunque por separado, el líder civil de la Liga, Marco Manuel de Avellaneda. Mientras tanto, Oribe degollaba a cuanto oficial podía pescar.
Escape al Norte
A Avellaneda y a Lavalle los esperaba la muerte. El primero trató de llegar a Jujuy, pero fue traicionado por uno de sus hombres y entregado a Oribe, quien lo degolló dos semanas después de la batalla, el 3 de octubre, en Metán. En cuanto a Lavalle, viviría seis días más que su compañero. Dos semanas antes, muchos kilómetros más allá, en la zona de Cuyo, el "Segundo Ejército" había sido destrozado (24 de setiembre) por las fuerzas rosistas en Rodeo del Medio, marcando el final sangriento de la coalición que integraban Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja.
El baqueano Alico, "por sendas que sólo él conocía", sacó a Lavalle del territorio tucumano. Así pudo llegar a Salta, donde se reunió con unos cuatrocientos soldados, que pudieron escapar luego de la derrota de Famaillá. Se redujeron pronto a la mitad: los jinetes de la Legión Correntina consideraron que su presencia ya no tenía sentido y decidieron volver a su provincia, atravesando el Chaco. La imprevista deserción esfumó la fantasiosa idea que había alentado Lavalle, de reforzar sus hombres con las caballadas de Orán y San Carlos y caer sobre Oribe.
Agobiado y ausente
Además, era notorio que la personalidad de Lavalle había sufrido extraños cambios. Durante la batalla, según el coronel Mariano de Gainza, se colocaba tan cerca de la línea de tiro de los cañones, que parecía buscar la muerte. Antes, durante la campaña, había perdido días preciosos enamorando a Solana Sotomayor, la mujer del gobernador riojano Tomás Brizuela. Después, se había prendado de la salteña Damasita Boedo, quien no titubeó en seguirlo a Tucumán.
Como toleraba todo, en su ejército cundía la indisciplina. El héroe de tantas batallas, una de las primeras espadas de San Martín, era como una sombra de sí mismo, agobiado, ausente: ni siquiera vestía ya el uniforme.
Cuando se alejó la división correntina, con los hombres que le quedaban y con Damasita, siguió a Jujuy. Su secretario Félix Frías cuenta que lo llamaba para hacerle comentarios risueños sobre incidencias del camino. "Esta alegría tan extraña en momentos tan críticos, era para mí el anuncio de una grandísima desgracia", testimonia Frías.
De noche, en Jujuy
Llegaron a San Salvador de Jujuy al anochecer del 8 de octubre, para recibir una nueva carga de malas noticias. El gobernador Roque Alvarado y la mayor parte de su gente habían resuelto escapar a Bolivia, por lo que la ciudad estaba prácticamente en poder de los rosistas. Frías era partidario de seguir de largo hacia Bolivia, pero Lavalle resolvió acampar. Eligieron los Tapiales de Castañeda, a una decena de cuadras de la ciudad. Pero luego el general Lavalle se obstinó en dormir en una cama, y para eso se dirigió al centro con Damasita, Frías, el edecán Pedro Lacasa, el teniente Celedonio Alvarez y ocho soldados.
Tras golpear muchas puertas "que no se abrieron", arribaron, hacia las dos de la madrugada, a la casa de Zenarruza. Hasta el día antes, en esa vivienda se alojaban Alvarado y el delegado del ejército, Elías Bedoya, pero su partida presurosa la había dejado vacía y entraron. Se dispusieron a dormir: Lavalle y Damasita en el dormitorio que enfrentaba el segundo patio; Frías y Lacasa en una habitación junto al zaguán, mientras los soldados se tendían en el primer patio. Los caballos quedaron atados en el fondo de la casa.
Muerte en el zaguán
Al amanecer, un grupo de tiradores "federales" se detuvo ante la casa e intimó rendición al centinela. Este cerró la puerta y dio aviso a Lacasa. El edecán, seguido por Frías, irrumpió en la habitación de Lavalle. "General, los enemigos están en la puerta", le dijo. "¿Qué clase de enemigos son?", preguntó Lavalle. "Son paisanos", fue la respuesta de Lacasa: calculaba que eran unos veinte o treinta. "No hay cuidado. Vaya usted, cierre la puerta y mande ensillar, que ahora nos vamos a abrir paso", indicó Lavalle mientras empezaba a calzarse las botas.
Lacasa y Frías caminaron hacia el fondo, para buscar los caballos. De pronto, oyeron un estruendo de disparos. Volvieron hacia la entrada y, espantados, encontraron que Lavalle estaba tirado en el zaguán, en las convulsiones de la muerte, con la garganta destrozada y entre un mar de sangre. Sólo pensaron entonces en ponerse a salvo, aunque ya los tiradores se habían alejado.
Llevando el cadáver
A todo galope llegaron a los Tapiales de Castañeda, e informaron del hecho al segundo jefe, coronel Juan Esteban Pedernera. Acordaron seguir de inmediato el viaje a Bolivia. Pero no podían abandonar el cadáver del general para trofeo de los rosistas. Un grupo volvió a la casa de Zenarruza: cubrieron el cuerpo de Lavalle con un poncho, taparon su rostro con un pañuelo y lo cargaron a caballo.
Es sabido que, muchas horas más tarde, detuvieron la penosa marcha en Huacalera. El calor abrasador estaba descomponiendo el cadáver y hubo que descarnarlo. Los despojos se enterraron en ese lugar; los huesos, lavados, se acomodaron en una caja, envolvieron la cabeza en un pañuelo muy ajustado y guardaron el corazón en un barrilito de aguardiente. Huesos, cabeza y corazón se sepultaron en Potosí. De allí serían llevados en 1842 a Valparaíso, y los repatriaron en 1861. Hoy están en el cementerio de La Recoleta.
¿Acaso suicidio?
Nadie estaba junto a Lavalle en el momento en que murió, de modo que el hecho sigue, hasta la fecha, rodeado de misterios y de conjeturas. La versión clásica es que un disparo atravesó la puerta e hizo impacto en la cabeza del general, quien en esos momentos se acercaba al zaguán: pero parece dudoso que la débil bala de tercerola atravesara esa madera gruesa y maciza.
Otra especie dice que la bala entró por el agujero de la llave, lo que suena difícil si se lo compara con el diámetro de los proyectiles de la época. Se sostiene asimismo que Lavalle, en realidad, abrió la puerta para enfrentar a los tiradores, y que lo alcanzó el disparo hecho al azar por uno de ellos. Y no son los únicos interrogantes. No se entiende, por ejemplo, porqué la partida se limitó a disparar tres tiros y luego abandonó el lugar. Además, los testimonios de Frías y de Lacasa no concuerdan en varios puntos.
Finalmente, el historiador José María Rosa, en su libro de 1967, "El cóndor ciego", tras estudiar detenidamente los documentos, lanzó otra versión. Consideró que Lavalle, agobiado por las derrotas y devastado psicológicamente, habría decidido de pronto suicidarse. Y que sus soldados, en un pacto de silencio que cumplieron religiosamente, acordaron aferrarse a la tradicional versión del tiro casual en el zaguán. En fin, sólo el bravo e infortunado general podría decir lo que realmente ocurrió esa mañana en el caserón de Zenarruza.
Damasita, después
En lo que a Damasita Boedo respecta, a pesar de que Pedernera ofreció devolverla a su familia, en Salta, optó por seguir con los soldados. No podía regresar a la casa de los padres, tras haberse fugado con un hombre casado. El historiador Bernardo Frías informa que residió un tiempo en Bolivia y que luego, convertida en amante del embajador Billinghurst, pasó a Chile, para vivir como una reina.
Años después, todavía bella y lujosamente vestida, se dio el gusto de regresar a Salta, y pasear por la ciudad para escándalo de sus conocidos. Luego, partió de vuelta a Chile, donde murió.