Por Fabián Soberón
Para LA GACETA - BUENOS AIRES
- ¿Cómo pensás la crónica? ¿Crees que hay una renovación del género en Latinoamérica?
- Pensar la crónica es un ejercicio cotidiano del cronista, es un debate permanente. Uno empieza a veces por un pequeño detalle, por una historia que le parece fantástica, y se va encontrando con la realidad que desinfla esa fantasía o la potencia. Y también se encuentra con algunos requerimientos que uno se va poniendo. Otras veces uno busca una historia que le permita un estilo de escritura, un lucimiento literario. Y a veces uno se pone en la piel de los otros e intenta ser como los otros. Tal vez alguno quiera dejar una marca profunda en la investigación y otro busque darle al lector un texto fresco, irónico y gracioso. Todas estas decisiones son las decisiones de cualquier escritor, en realidad. La crónica se piensa como se piensa la literatura, con la salvedad de que uno tiene una pequeña dificultad que es la realidad. No se inventa, no se miente, y, sobre todo, se intenta preservar de las tentaciones de la ficción a las escenas de la trama social o cultural que uno tiene que narrar. Y respecto a la escena de la crónica en Latinoamérica, diría que sí, que hay una renovación. No sólo por los de mi generación, los de 40 años (más o menos), que comenzamos hace unos 15 años inscriptos en el género crónica, sino porque vienen detrás de nosotros otros tantos, mucho más chicos. A mí me sorprende tener en el taller de crónica que se da en este living alumnos de 19 años. El promedio hasta el año pasado era entre 25 y 30 años. Estos tienen grandes limitaciones impuestas por el mercado, ya que no les da el soporte para realizar las investigaciones para poder cronicar. La mayoría tiene que vivir de otro trabajo que no es necesariamente periodístico. Sin embargo, existe una especie de enorme voluntad, quizás un rasgo de época. Yo creo que se parece a la militancia: la escritura, la literatura y también la crónica como militancia. Existe la convicción de que no se puede vivir sin escribir una historia.
- Después del trabajo de Capote, de Rodolfo Walsh, de Tomás Eloy Martínez, ¿de qué modo ves las relaciones entre periodismo y literatura?
- Capote, Walsh y Martínez representan tres modelos. Creo que el modelo walshiano es la búsqueda de una justicia que reemplace a la injusticia estatal, la búsqueda de una suplantación de la justicia por parte del cronista. Walsh busca en Operación masacre, a partir de la publicación sucesiva de ese relato, denunciar al Estado criminal. El Estado no puede impartir justicia porque es criminal en sí mismo, que es lo que está pasando en México ahora, en Centroamérica, por ejemplo, el colapso institucional es tal que el periodismo tiene que hacer eso. Creo que Walsh nos enseñó eso -y lo hizo antes que Capote, ya que Operación masacre se publicó años antes que A sangre fría- y nos enseñó el trabajo con el rigor del lenguaje. Si uno revisa los textos de Walsh, se va a encontrar con que hay una decisión milimétrica al utilizar el adjetivo, al colocar el verbo y las frases. Son textos que respiran como un policial. La presencia del relato policial en el género de no ficción creo que es una herencia que muchos de nosotros asumimos a la hora de escribir hoy. En Capote hay un vuelo diferente y hay una tradición literaria que viene sobre todo desde el sur de EEUU. Sus lecturas preferidas se pueden ver cuando uno puede deambular desde A sangre fría hasta sus cuentos. Hay en sus libros un lirismo mucho más desatado, una búsqueda más metafórica. Me temo y sospecho que también hubo una permisividad respecto de aquello que le contaron aquellos dos condenados a muerte, y que nunca podremos descubrir ya que no tuvo un pupilo que le investigó la obra -como Kapuscinski- para desnudarlo en público. Y Tomás (Eloy Martínez) hizo una operación posterior que, vista desde hoy, es más vanguardista, en el sentido de que él va hacia la novela. Además, Tomás escribió un libro canónico y maravilloso como Lugar común, la muerte, que es una colección de relatos que fue escrita con conciencia de antología de cuentos. En ese libro aparece ese narrador ficcionalizador que fue Tomás. Él fue un investigador nato, alguien que no podía dejar de buscar en los archivos. Eso se ve cuando viaja a Madrid y entrevista durante horas a Perón y va a su pueblo natal y después conversa con López Rega y está en contacto con lo que era el peronismo en el poder después del 73. Ya en Lugar común, la muerte se deja tomar por la literatura. En ese libro tiene un texto maravilloso sobre el poeta Saint John Perse. Allí juega todo el tiempo con las herramientas maravillosas de la literatura. Él confiesa al final de ese relato que no tomó nota porque no se lo permitieron. Sin embargo, Perse aparece totalmente diáfano y entero y ha sido reconstruido por él y una supuesta amiga que lo acompañaba. Y creo que luego esto estalla en La novela de Perón y en Santa Evita. Hasta el punto de que él se divierte confundiendo datos de la realidad con la construcción narrativa. Hay lectores que creen que todo lo que está escrito es cierto.
- En tu último libro hay un uso deliberado de recursos literarios. Pienso concretamente en el recurso de la polifonía -a lo Faulkner-, en el montaje paralelo de las voces en primera y tercera persona. ¿De qué manera trabajas esos recursos? Quiero decir: ¿hay un programa previo? ¿Hay un método?
- No. Lo que hay es una enorme inquietud. En el transcurso de la escritura de Transas (sic) hubo muchísima inquietud de mi parte y una búsqueda de recursos que me permitieran transmitir la densidad, la intensidad y la potencia de las vidas que yo quería contar. Hubo una insatisfacción, una falta, una incomodidad con las cosas clásicas de la crónica como la tercera persona y ahí fue que hubo un salto a las voces. Hubo una conversación clave con Guillermo Saccomano. Él me dijo: "lo que estás haciendo es una novela y ya tenés tu Yoknapatawpha", el lugar que se inventa Faulkner para situar sus personajes en El ruido y la furia. Releí lo poco que había leído de Faulkner y leí todo lo que me faltaba. También fui a Kincón, el libro de Miguel Briante. Yo no alcancé a conocer a Briante en Página/12. Yo entré después de que él había fallecido. Sin embargo los relatos sobre su vida en el diario eran muy fuertes. Había escuchado hablar de él y había leído cuentos pero no había leído Kincón. Kincón fue otro alimento: lo rural que hay en el sur americano, pero obviamente en el sur argentino; esa ruralidad entre sórdida y vital, que es la gauchesca, en definitiva, y que si nos remontamos podemos llegar a Sarmiento y a Mansilla. Si uno hace un buceo por las provincias uno se va a encontrar con esa violencia sorda, esa violencia contenida y desplazada, ambigua, esa soledad que se vive, en ese horizonte infinito.
- En el libro hay un cruce entre documento y reconstrucción narrativa, hay un claro trabajo de síntesis narrativa. ¿Cuál es el límite para el trabajo periodístico? Quiero decir: ¿la literatura de ficción es el límite?
- La invención es el límite, la invención de personajes, la invención de situaciones. Hay un punto en el que algunos autores han hecho su coming out literario porque además tienen la talla para hacerlo. Martín Caparrós lo ha dicho y hasta García Márquez lo ha confesado: el detalle se puede inventar. Esta es una posición y ha sido muy discutida. Otra cosa sería la invención de las escenas. Eso seria inventar personajes, hacerlos decir cosas, hacerlos mirar de determinada forma. Eso es ficción y hay que nombrarlo como tal. Ahora bien, en términos de la utilización de los recursos literarios a mí me parece que lo más importante es preservar las tramas. Yo puedo decir con total honestidad que todo lo que ocurre en Si me querés, quereme transa es cierto. Y también puedo decir que las voces de los protagonistas fueron recreadas por el autor. Y eso, la recreación de las voces, no compite con la condición de verdad. Quizás a un sociólogo mal pensado o un antropólogo envidioso se le puede volver difícil el verosímil a lo largo del libro. Pero a los lectores y a los que yo busco fascinar con mi relato no les pasa. Es maravillosa la devolución que estoy recibiendo. El libro se agotó y la editorial Norma lo reimprimió para la Feria (del Libro). Una y otra vez recibo comentarios sobre el libro. Hay un pacto que genera uno no solo con lo que ha escrito sino también con lo que ha dicho y con lo que ha hecho. No nos están pidiendo los lectores que le juremos sobre la tumba de nuestros muertos que somos auténticamente periodísticos. Nos están pidiendo que le contemos buenas historias. Y la utilización de la literatura me parece que es de una legitimidad incuestionable.
- El narrador del libro confiesa haber estado en situaciones de peligro durante la investigación. ¿Pensás al periodismo como un oficio riesgoso? ¿Te interesa la figura del aventurero a lo Hemingway? ¿O solo se trata de una postulación del narrador para crear mayor dramatismo?
- La palabra peligro es una palabra que a mí me interesa mucho conceptualmente porque mi libro es un libro sobre la gestión del riesgo. En términos teóricos, yo me pasé los seis años que duró la investigación y la escritura repensando el concepto de riesgo como un capital inicial de los traficantes y los transas para poder crecer y sobrevivir en el mundo de la ilegalidad. La relación entre riesgo y astucia fue algo que me desveló. A veces, en algunos casos, el único hospital es el cuerpo propio en el que se ingesta cocaína y me interesaba ver cómo eso puede ser desbaratado por la traición como una forma permanente en el sistema narco. Entonces, mi propio peligro, mi propio riesgo, en comparación con el de los demás, nunca lo tomé muy en serio. Lo que sí hay, y es una construcción muy walshiana y que vos detectás, es la construcción del cronista en peligro. A pesar de que el lector sabe que yo firmé el libro, lo terminé, y estoy acá dando una entrevista, al leer teme por el destino del autor. Teme que no le termine de contar la historia aunque sabe que en el último capítulo se la termino de contar. Eso es maravilloso. Y eso es un artilugio.
- Recuerdo la escena en la que le piden al narrador que se convierta en el padrino del hijo de una traficante. Me parece que esa escena pone en cuestión la posibilidad de que el cronista se inmiscuya directamente, se comprometa con ese mundo en cierto sentido.
- Ahí no había peligro. Ahí hay un cronista que se niega a un vínculo superior que le demande más. Y que lo obliga a trazar unas fronteras a la hora de vincularse con el otro ya de manera personal. Alguna vez me pasó que una persona que entrevisté en un bar durante la investigación (era el Brayton), me pidió que le guardara una valija en mi casa. Y yo pregunté: "¿qué tiene la valija?". Y él me dijo "20, 30 luquitas, pero bueno me parece que me están siguiendo? dos días nada más". Y le dije: "si yo aceptase tal cosa, primero te lo cobraría carísimo y, segundo, vos no me volverías a contar nunca una historia y eso rompería definitivamente nuestro vínculo. Te digo esto en beneficio nuestro. Y no me lo vuelvas a pedir porque me ponés en una situación no solo difícil sino también antipática". Y él se lo tomó muy bien y me dijo "sí, tenés razón". Es el día de hoy que seguimos teniendo buena relación. Ese tipo de decisiones no te ponen en peligro pero ponen en peligro tu ética y eso es algo mucho más difícil de recuperar. Es más duro para un periodista de raza perder la dignidad al aceptar un tipo de proposición ambigua que perder un dedo. Quizás lo que se avizora en el libro es un cronista en un peligro ético.
- Si tuvieras que definir al periodismo en pocas palabras, ¿qué dirías?
- Yo creo que, en lo contemporáneo, es la puerta más inmensa a los mundos que pretenden ocultarnos. Es una enorme oportunidad de vivir en la incertidumbre haciéndose preguntas nuevas y de asumir que no vamos a dejar jamás de necesitar conocer. Es un ejercicio intelectual complejo y arduo que requiere de una voluntad extraordinaria. Creo que es un espacio, un territorio, cada vez más libre en el que no solamente pueden jugar los que fueron convocados sino cualquiera. Yo tengo alumnos que vienen de la publicidad, de la moda, de la academia, de la economía, a quienes no les está alcanzando con lo que hacen y que necesitan vincularse de otra manera con la realidad.
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Fabián Soberón - Escritor, docente
universitario y periodista cultural.
PERFIL
Cristian Alarcón es uno de los más destacados cronistas de América latina. Nació en La Unión (Chile), en 1970, y vive en Buenos Aires. Es autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, libro de crónica por el que recibió el premio Chavkin a la integridad periodística otorgado por el North American Congress of Latin America. Fue periodista de Página/12, es colaborador de diversos medios y Maestro de la Fundación Nuevo Periodismo, que preside Gabriel García Márquez. Su último libro es Si me querés, quereme transa (Norma, 2010).