La película tiene un comienzo auspicioso: un apagón sorprende al proyectorista de un multicine y, cuando se encienden las luces de emergencia, el hombre se encuentra solo en el inmenso shopping, en el que no quedan más que los bultos de la ropa, los zapatos y los anteojos de la gente que, literalmente, se esfumó. Pero una vez que se presentó el tema, comienzan los problemas para el director; se le muestran al espectador las pequeñas historias de otros tres sobrevivientes de un súbito e inexplicable fenómeno y, arbitrariamente, se reúne a los cuatro en un bar cuyas luces siguen funcionando gracias a un grupo electrógeno que se mantiene milagrosamente en acción. De ahí en más, los lugares comunes se suceden hasta el desenlace, que tampoco aporta demasiadas sorpresas.
Queda claro que el director Brad Anderson (en cuya filmografía se destaca la interesante "El maquinista" dentro de una gran cantidad de trabajos para la televisión) apostó a ganarse la atención del público jugando con el ancestral temor a la oscuridad que caracteriza a los seres humanos. Esa idea de que las tinieblas siempre albergan algún peligro habita en el subconsciente de la mayoría de las personas. Y si bien es cierto que el director logra algunos interesantes golpes de efecto sin apelar a espectaculares trucos visuales, también lo es el hecho de que la tensión se va disipando y todo se reduce a esperar el desenlace. La trama impone (ya desde el título en español) un tratamiento visual donde la escasa iluminación es protagonista; y si bien estas penumbras omnipresentes potencian la eficacia de los (pocos) momentos de tensión, también es cierto que terminan por fatigar al espectador. Desde el punto de vista actoral, tampoco hay demasiado apoyo para el director: Hayden Christensen resulta por demás inexpresivo y la interpretación de Thandie Newton es monocorde y rutinaria. Escapa a este tono menor el buen trabajo de John Leguizamo, en breve intervención.